LA MALDICION DE BORGES PERSIGUE A SÁBATO
La maldición escandinava que obligó a Jorge Luis Borges a morir sin el Nobel está emboscada ahora -con toda la frialdad de su poder- en las arboledas que rodean la casa de Ernesto Sábato, en la localidad de Santos Lugares, al oeste del Gran Buenos Aires.
Esos hechizos europeos se preparan con papeles secretos, pensamientos que no dejan sombra y rumores impresos en las copas de vino. Así es que a los hombres de aquellas regiones primitivas se les hace difícil detectar esa categoría de maleficio que no se vale de manzanas envenenadas, galopes de caballos en la noche, sangre de animales de pluma o tierra de los cementerios.
Borges descubrió la maldición con la temperatura de su poesía, pero Sabato es sólo uno de los grandes prosistas del idioma español del siglo XX, un pintor sin escuela, un ensayista preocupado por el destino del hombre y un físico-matemático brillante al que le molesta todavía que se diga con descaro que dos y dos son cuatro.
Este verano va a cumplir 99 años y hace ya mucho tiempo que no sale con su perro a pasear por el pueblo, ni se pelea con los amigos porque el fútbol no es como antes, en los tiempos idos, cuando los jugadores se morían en el campo por los colores de sus camisetas, sin cobrar ni un centavo.
Se quedará entre sus libros, a la espera de los nietos y de sus amigos para compartir una taza chocolate con pasteles y descorchar la botella de vino que le llevará, como la ha llevado siempre, la pintora Silvina Benguría. ¿Lo llamará su compañero Pepe Saramago?
Quizás, cuando se vayan todos y se quede afónico el timbre del teléfono, le pida a su asistente que le lea un fragmento de su primera novela, El túnel, publicada en la revista Sur, en 1948, después de que no la quisiera ningún editor de Buenos Aires. Su libro inicial de ficción, inscrito en el existencialismo (pasado por el Mar del Plata) y recibido con fuegos artificiales en París por Albert Camus, que se lo dio de inmediato a Gallimard.
Había publicado notas y reseñas y una colección de artículos filosóficos en un cuaderno titulado Uno y el universo. El túnel hizo que comenzara todo de verdad. Una obra que incluye otras dos novelas -Sobre héroes y tumbas y Abbadon el exterminador- y un libro de memorias adelantadas, Antes del fin, al que debe 11 años de recuerdos ya que se editó en 1999.
El libro con el que Sabato podía presentarse bajo el poncho en Estocolmo es Sobre héroes y tumbas. Apareció en 1961 y, desde entonces, no se deja de hablar de la novela total.
Un serón donde no falta nada, en el que se mezclan las descargas parisinas con lo surrealista (Roberto Matta, Wifredo Lam), «esos heraldos del caos y la desmesura», el realismo mágico, un poco de Faulkner, todavía unos rastrojos del existencialismo. Todo, de aquí y de allá, sin prejuicios, y decantado por la sensibilidad de un hombre lúcido, partidario de las disidencias y del fuego que se considera «un anarquista en el sentido mejor de la palabra», un amante de la libertad plena. Alguien convencido de que el mundo nada puede contra quien canta en la miseria.
Witold Gombrowicz, el dramaturgo polaco que vivió tantos años en Argentina, escribió estas líneas sobre la novela de Sábato: «No conozco ninguna obra que introduzca mejor a los secretos de la sensibilidad contemporánea de la América Latina, a sus mitos, a sus fobias, a sus alucinaciones. Pero su contenido es universal...».
Si. Allá en Santos Lugares, en su casona guardada por arboles, espera su próximo cumpleaños Ernesto Sábato, un individuo polémico, controvertido, desertor del comunismo y de las ciencias que, junto a su trabajo como creador.
Este Sábato complejo es el que recuerda a su amigo Borges: «Cuando todavía yo era un muchacho, versos suyos me ayudaron a descubrir melancólicas bellezas de Buenos Aires: en viejas calles de barrio, rejas y aljibes de antiguos patios [...]. Más tarde, cuando lo conocí personalmente en Sur, supimos conversar sobre Platón y Heráclito de Efeso con el pretexto de vicisitudes porteñas».
Estuvieron unidos en la vida por muchas cosas. Otras los separaron, como suele pasar. Ojalá que la brujería escandinava no haga que se encuentren en el olvido.
Jueves
Poesía pura de Puerto Rico
La hallaron inconsciente en la Quinta Avenida de Nueva York en el verano de 1953. Nadie sabía quién era. Ni ella misma, que venía de muchos fracasos, estaba enferma y se recetó alcohol como una medicina urgente para salvarse. Porque la muerte usa cualquier credencial para presentarse como embajadora de la salvación.
La llevaron a un hospital de Harlem y allí murió. Unos hombres la sepultaron sola y con un billete donde escribieron: Jane Doe. Después, se supo en su país, Puerto Rico, en América, en las colonias hispanas de EEUU, que la desconocida era Julia de Burgos, la escritora, periodista, dramaturga y educadora. Y, entonces, la leyenda comenzó a crecer.
Había nacido en Carolina, en 1914. Tenía dos libros de poemas publicados -Veinte Surcos y Canción de la verdad sencilla- y su nombre resonaba ya en toda la región porque, además de sus versos, se conocían sus piezas de teatro y una buena colección de artículos periodísticos.
Ahora, en Puerto Rico, muchos críticos y varias generaciones de lectores la ven como la mejor poetisa de la isla. Sus poemas de amor, casi siempre trágicos y dolorosos, se vuelven a leer o se musicalizan porque, como me ha dicho la borinqueña Carmucha Lago, «Julia de Burgos ni muere ni envejece.»
Los estudiosos dicen que su poesía le debe algo a Alfonsina Storni. Y tiene resonancias de Neruda y de cierto Alberti. El investigador Luis Negrón Hernández escribe que «su lírica intensa y apasionada sacudió el tema de la muerte, se abrazó a la naturaleza -río, mar- le canto al amor y a su patria... ».
A mí y a esas amigas graves que viven en San Juan, nos gusta leer en voz alta estos versos de Julia: Aquí, junto al continuo gravitar de la nada/ ¡cómo asaltan mi espíritu los silencios más yermos¡/ Mi esperanza es un viaje flotando entre sí misma/ Es una sombra vaga sin ancla y sin regreso.
Jueves
Los zapatos de Margarita
La literatura de Margo Glantz provoca la ilusión de que la autora está detrás de las páginas y hace señas, escribe papelitos, ordena releer una palabra o pide con un gesto que calles y cierres los ojos. Sí, parece que ella guía las lecturas por algunos de esos párrafos llenos de escondrijos, trampas y llamadas.
Por eso, sus lectores creen que la conocen y la pueden visitar en su casa de Coyoacán, en Ciudad de México donde la autora de Historia de una mujer que camino por la vida con zapatos de diseñador (Anagrama, 2005) recibe a sus verdaderos amigos y prepara esta semana las fiestas por su 80 cumpleaños.
Lo celebrará todo México, el país que acogió que a sus padres judíos que venían de Ucrania y se casaron en Odessa.
Ha llegado a esa edad con una obra (narrativa, ensayos, crónicas) blindada por ambigüedades, subversiva, inteligente, provocadora, en la que la protagonista de una sus novelas -Nora García (su alter ego)- en vez de suicidarse por amor, se compra zapatos cada vez más pequeños.
Agustín Yánez, aquél maestro que escribió Al filo del agua, leyó una tarde unos apuntes que su alumna adolescente, Margarita Glantz Shapiro, le llevó al aula. «Sus textos son como un collar donde las cuentas están sueltas y hace falta engarzarlas», dijo Yánez.
Margó Glantz estuvo un tiempo sin saber como engarzarlas. Hasta que aprendió.
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