LIPOVETSKY: UNA TEORÍA HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD POSTMODERNA
Sintesis del artìculo pùblicado en Tebeosfera por Alejandro Romero.
http://www.tebeosfera.com//Documento/Articulo/Humor/Lipovetsky/sociedad_postmoderna.htm
«... no sólo nadie se reiría viendo quemar gatos como era normal en el siglo XVI por las fiestas de San Juan, sino que ni siquiera los niños encuentran divertido martirizar a los animales, como hacían en todas las civilizaciones anteriores.»
LIPOVETSKY
La era del vacío
La sociedad humorística
Desde el principio, Lipovetsky afirma, con ese entusiasmo monocromo que embarga a todos los que alguna vez han creído encontrar una clave esencial para comprender el mundo, que la sociedad contemporánea puede ser definida como fundamentalmente humorística, que el humor es un componente de máxima importancia en dicha sociedad:
«... el fenómeno no puede circunscribirse ya a la producción expresa de los signos humorísticos, aunque sea al nivel de una producción de masa; el fenómeno designa simultáneamente el devenir ineluctable de todos nuestros significados y valores, desde el sexo al prójimo, desde la cultura hasta lo político, queramos o no. La ausencia de fe posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando no es atea (sic) ni mortífera, se ha vuelto humorística» (Lipovetsky, 1986: 136-137).
Por de pronto encontramos ecos de Nietzsche y su Zaratustra; volvemos a escuchar el derrumbarse de la razón como último gran objeto de fe, en tanto la fe religiosa está sencillamente fuera de consideración (“la ausencia de fe postmoderna no es atea”). La incredulidad de nuestros tiempos, ese estar de vuelta de todo que supone desesperar de la capacidad humana para influir en la solución de los problemas de la especie (ya sea rezando y obedeciendo los mandamientos del Creador, ya sea valiéndose de las armas de la razón, analizando situaciones, diagnosticando errores y planificando vías de acción), y que lo impregna todo hasta el punto de ser característica sustantiva de la cultura contemporánea, favorece antes una expresión humorística que el despliegue de dramatismo desesperado.
El humor ha existido siempre, naturalmente, bajo una forma u otra, pero es únicamente en la sociedad occidental contemporánea que toma constante posición de primera fila. En el pasado, lo humorístico hacía acto de presencia en momentos aislados, ocupaba su nicho específico, mayor o menor según los particulares empíricos de cada caso, en el espacio y el tiempo. Ahora, de la misma forma que el proceso de des-diferenciación cuya importancia privilegia Lash (1990) supone la omnipresencia de la cultura, el humor impregna muchos ámbitos de lo social que antes le estaban vedados:
«... si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística, pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la égida de un proceso que tiende a disolver la oposición, hasta entonces estricta, de lo serio y lo no serio; como las otras grandes divisiones, la de lo cómico y lo ceremonial se difumina, en beneficio de un clima ampliamente humorístico. Mientras que a partir de las sociedades estatales, el cómico se opone a las normas serias, al Estado, representando para ello otro mundo, un mundo carnavalesco popular en la Edad Media, mundo de la libertad satírica del espíritu objetivo desde la edad clásica, en la actualidad esa dualidad tiende a difuminarse bajo el empuje invasor del fenómeno humorístico que incorpora todas las esferas de la vida social, mal que nos pese» (Lipovetsky, 1986: 137).
Como se ha señalado, esto no siempre ha sido así; es un desarrollo característico de nuestro tiempo y por eso puede emplearse para definirlo y distinguirlo de épocas pasadas, llamando a la nuestra “sociedad humorística”. Lipovetsky identifica una serie de etapas en el devenir que conduce al actual orden de cosas. Perpetuando la muy extendida costumbre de articular la historia en trípticos, marca tres fases:
1) Edad Media: aquí «la cultura cómica popular está profundamente ligada a las fiestas, a las celebraciones de tipo carnavalesco que, dicho sea de paso, llegaban a ocupar tres meses al año. En ese contexto, lo cómico está unificado por la categoría de ‘realismo grotesco’ basado en el principio del rebajamiento de lo sublime, del poder, de lo sagrado, por medio de imágenes hipertrofiadas de la vida material y corporal» (Op. Cit: 138).
La comicidad medieval confirma la estructura social haciendo mofa episódica de sus posiciones más altas. Es un humor en el que prima la escatología, en su sentido más físico:
«Toda la comicidad medieval se vuelve imaginación grotesca que no debe confundirse con la parodia moderna, de alguna manera desocializada, formal o ‘estetizada’. La transformación cómica por el rebajamiento es una simbología por la que la muerte es condición de un nuevo nacimiento. Al invertir lo de arriba y lo de abajo, al precipitar todo lo que es sublime y digno en los abismos de la materialidad se prepara la resurrección, un nuevo comienzo desde la muerte. Lo cómico medieval es ‘ambivalente’, siempre se trata de dar muerte (rebajar, ridiculizar, injuriar, blasfemar) para insuflar una nueva juventud, para iniciar la renovación» (Op. Cit.: 138-139).
Semejante festival escatológico se pone en marcha, en realidad, para hacer material lo inmaterial. Las ideas platónicas se encarnan por un día en la corrupción del mundo fluido de Heráclito, se marchitan y mueren en un festival de carcajadas, para renacer tan poderosas como siempre al día siguiente. La comicidad medieval es, en última instancia, confirmación de la metafísica, confirmación de la fe. Recordando al Juan de Mairena machadiano, sólo está viva la fe de un pueblo que blasfema; los demás no se toman la molestia de rebajar una divinidad en la que no creen realmente.
2) En la Edad Clásica el humor comienza a especializarse, pues «el proceso de descomposición de la risa de la fiesta popular está ya engranado mientras se forman los nuevos géneros de la literatura cómica, satírica y divertida alejándose cada vez más de la tradición grotesca. La risa, desprovista de sus elementos alegres, de sus groserías y excesos bufos, de su base obscena y escatológica, tiende a reducirse a la agudeza, a la ironía pura ejerciéndose a costa de las costumbres e individualidades típicas. Lo cómico ya no es simbólico, es crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira, la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil» (Op. Cit.: 139).
El humor ya no es patrimonio popular, generalizado, impersonal como lo era antes. Una invención de la modernidad entra en escena para apropiarse del humor y ponerlo a su servicio: el individuo. A partir de ahora, el humor servirá tanto para satisfacer las necesidades nuevas de esta criatura inédita como para reafirmar su realidad:
«...lo cómico entra en su fase de desocialización, se privatiza y se vuelve ‘civilizado’ y aleatorio. Con el proceso de empobrecimiento del mundo carnavalesco, lo cómico pierde su carácter público y colectivo, se metamorfosea en placer subjetivo ante tal o cual hecho cómico aislado, y el individuo permanece fuera del objeto de sarcasmo, en las antípodas de la fiesta popular que ignoraba cualquier distinción entre actores y espectadores, que implicaba al conjunto del pueblo mientras duraban los festejos» (Op. Cit.: 139).
El humor, en realidad, está al servicio de una nueva fe, la fe ilustrada, la fe en la razón; el humor es herramienta para atacar los residuos del pasado que amenazan con poner freno al reluciente vehículo del progreso (lo cómico ya no es simbólico, es crítico). La luz de la ilustración alcanza también el humor, lo limpia, lo despoja de vulgaridades, le saca brillo, lo ordena y lo empaqueta en su correspondiente clasificación etiquetada:
«Simultáneamente a esa privatización, la risa se disciplina: debe comprenderse el desarrollo de esas formas modernas de la risa que son el humor, la ironía, el sarcasmo, como un tipo de control tenue e infinitesimal ejercido sobre las manifestaciones del cuerpo, análogo al adiestramiento disciplinario que analizó Foucault (...). En las sociedades disciplinarias, la risa, con sus excesos y exuberancias, está ineluctablemente desvalorizada, precisamente la risa, que no exige ningún aprendizaje: en el siglo XVIII, la risa alegre se convierte en un acto despreciable y vil y hasta el siglo XIX es considerada baja e indecorosa, tan peligrosa como tonta, es acusada de superficialidad e incluso de obscenidad» (Op. Cit.: 139-140).
3) Y, naturalmente, una última etapa de postmodernidad, donde desaparece la comicidad instrumental a favor de un humor hedonista e irresponsable que tiene al placer por todo principio de utilidad.
«Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad irrespetuosa. A través de la publicidad, de la moda, de los gadgets, de los programas de animación, de los comics, ¿quién no ve que la tonalidad dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica sino lúdica? El humor actual evacúa lo negativo característico de la fase satírica o caricaturesca. La denuncia burlona correlativa de una sociedad basada en valores reconocidos es sustituida por un humor positivo y desenvuelto, un cómico teen-ager a base de absurdidad gratuita y sin pretensión» (Op. Cit.: 140).
El paradigma de cómico profesional de la etapa postmoderna muy bien puede ser Steve Martin (para muestra de su producción literaria, notablemente postmoderna, véase Martin, 1997, 1998 y 2001): el humorista que representa el absurdo de la era de la abundancia, que caricaturiza sin saña (¿para qué?) al americano blanco y su obsesión con el sexo y el dinero. Es digno de destacar que cuando Lash (1990), en las primeras páginas de su estudio sobre sociología del postmodernismo, quiere distanciarse de las proclamas más apocalípticas del pensamiento que está analizando, se describe a sí mismo como un americano normal al que le gusta reírse con Steve Martin. Curiosamente, para Lipovetsky es característico de la sociedad postmoderna ese humor en absoluto atormentado, que es puro gozo superficial: «El humor de masa no se fundamenta en la amargura o la melancolía: lejos de enmascarar un pesimismo y ser la ‘cortesía de la desesperación’, el humor contemporáneo se muestra insustancial y describe un universo radiante» (Op. Cit.: 140).
Un humor, para más detalles, extravagante, hiperbólico, que no finge indiferencia y desapego. Y un humor omnipresente, que se convierte en valor de cambio: «El humor, desde ahora, es lo que seduce y acerca a los individuos: Woody Allen está clasificado en el hit parade de los seductores de Play Boy» (Op. Cit.: 141). Probablemente Lipovetsky, víctima satisfecha de esa enfermedad tan común que es la megalomanía filosófica, exagera para mayor claridad expositiva: todo es humorístico porque su teoría es esa. De cualquier forma, el proceso de des-diferenciación hace del humor un recurso al alcance de cualquier fortuna, un lenguaje universal, válido allí donde haya llegado la ola de la postmodernidad: «El humor dominante ya no se acomoda a la inteligencia de las cosas y del lenguaje, a esa superioridad intelectual, es necesario (sic) una comicidad discount y pop desprovista de cualquier supereminencia o distancia jerárquica» (Op. Cit.: 141).
El humor postmoderno banaliza cuanto toca, lo desubstancializa, y en última instancia, si acaso consigue algún dominio sobre el mundo (como era la pretensión del humor en la época clásica), es ante todo para ponerlo al servicio (lúdico) de las personas. En la ficción no se admira el pathos del héroe, sino su ironía: «El ‘nuevo’ héroe no se toma en serio, desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente relajada frente a los acontecimientos» (Op. Cit.: 142).
Aparece además, a entender de Lipovetsky, una exigencia de variedad, de creatividad, de novedad constante. Pasó el tiempo en el que la gente se reía invariablemente de las mismas bromas, el humor en la época postmoderna exige espontaneidad y naturalidad. Esto (como el grueso de su teoría, para qué nos vamos a engañar) es refutable, o de lo contrario, fenómenos como el de Chiquito de la Calzada y tantos otros cómicos cuyo éxito popular radica en la repetición mecánica de consignas recurrentes tendrían que catalogarse, desde el punto de vista de Lipovetsky, como supervivencias residuales del humor medieval. Podríamos, de hecho, entender el “humor postmoderno” cual lo define Lipovetsky como un tipo ideal weberiano, pero tampoco parece necesario entrar en precisiones academicistas que ni el mismo autor, en su frenesí teórico, se toma la molestia de apuntar.
El proceso de des-diferenciación postmoderno que desintegra la diferenciación moderna no supone una vuelta atrás al humor premoderno, a una comicidad semejante a la medieval, sino la aparición de una nueva forma carácterística de la sociedad postmoderna:
«La actitud posmoderna está menos ávida de emancipación seria que de animación desenvuelta y personalización fantasista. Ese es el secreto de este retorno relajado a lo carnavalesco: no es una recuperación de la tradición, sino un efecto típicamente narcisista, hiper-individualizado, espectacular, que da lugar a una sobrepuja de máscaras, de oropeles, de disfraces y atavíos heteróclitos. La ‘fiesta’ posmoderna: medio lúdico de una sobrediferenciación individualista y que con todo no deja de ser ansiosamente serio por la búsqueda aplicada y sofisticada que comporta» (Op. Cit.: 143).
El humor moderno, el azote de mediocres, pierde poder corrosivo por carecer toda crítica de una alternativa sólida que ofrecer; ya no puede emplearse religión o razón para arremeter contra los vicios ajenos, y en semejante clima de relativismo, todo lo que cabe es una comicidad festiva, tan comunitaria como puede serlo partiendo de un principio personal hedonista.
Y al tiempo que se abandona al Otro como blanco de los dardos humorísticos, aparece el Uno Mismo como materia prima para la comedia, el humor autorreflexivo; cuando ya no hay certezas absolutas, ni líneas de comportamiento correcto refrendadas por un criterio último cual la supuestamente difunta razón, todo lo que puede hacerse con el propio periplo vital es un comentario irónico.
«Correlativamente, el Yo se convierte en blanco privilegiado del humor, objeto de burla y de autodepreciación, como explicitan las películas de Woody Allen. El personaje cómico ya no recurre a lo burlesco (...), su comicidad no proviene ni de la inadaptación ni de la subversión de las lógicas, proviene de la propia reflexión, de la hiperconciencia narcisista, libidinal y corporal» (Op. Cit.: 144-145).
Esta nueva comicidad autorreflexiva es incesantemente consciente; en lugar del traspiés y la cáscara de plátano, el humor postmoderno apuesta por presentar en su protagonista una exposición de elementos risibles que, si bien no son del todo voluntarios, sí son voluntarios en su exposición.
«El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al otro, hace reír a pesar suyo, sin observarse, sin verse actuar, lo cómico son las situaciones absurdas que engendra, los gags que desencadena según un mecanismo irremediable. Por el contrario, con el humor narcisista, Woody Allen hace reír, sin cesar en ningún momento de analizarse, disecando su propio ridículo, presentando a sí mismo y al espectador el espejo de su Yo devaluado. El Ego, la conciencia de uno mismo, es lo que se ha convertido en objeto de humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas» (Op. Cit.: 145).
El humor postmoderno, en resumen, es omnipresente, festivo, hedonista, inofensivo, individualista, autorreflexivo y autoconsciente. La omnipresencia de lo cómico, sin embargo, no hace de la sociedad una orgía continua de carcajadas. Muy al contrario, la proliferación del humor, nos dice Lipovetsky, conduce progresivamente a la liquidación de la risa, disminuye la propensión a reír:
«Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente progresivamente la dificultad de ‘echarse’ a reír, de salir de sí mismo, de sentir entusiasmo, de abandonarse al buen humor. La facultad de reír mengua, ‘una cierta sonrisa’ sustituye a la risa incontenible: la ‘belle époque’ acaba de empezar, la civilización prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin exuberancia, sin risa, pero sobresaturada de signos humorísticos» (Op. Cit.: 146-147).
Tal es la tensión entre lo festivo / hedonista y lo autorreflexivo y autoconsciente; Lipovetsky subraya la dificultad para el entusiasmo, para el abandono. El humor postmoderno, provocado por la constatación de la inefectividad de los arreos del pasado para dominar el mundo (religión y razón), es, en realidad, una última herramienta, si no de dominio, de control. Una forma de mantener a raya el abismo nihilista. De cómo el tren del progreso avanza a golpe de carcajada
¿Es el humor un instrumento de coerción social? Ya dijimos que cuando se trata del humor o la risa en una obra sociológica, el fenómeno al que se suele atender (casi exclusivamente) es al control social por medio del ridículo. Se restringe, pues, el estudio al humor aristotélico, a la risa de superioridad, a la carcajada que señala una situación de desigualdad. Hay, sin embargo, otras formas de humor que pueden limar los bordes más afilados de las estructuras sociales y hacerlas tolerables a quienes tienen que vivir dentro de ellas:
«Por el relajamiento o distensión de los mensajes que engendra, el código humorístico forma parte del amplio dispositivo polimorfo que, en todas las esferas, tiende a personalizar las estructuras rígidas y las obligaciones. En vez de las conminaciones coercitivas, de la distancia jerárquica y de la austeridad ideológica, se dan la proximidad y desenfado humorísticos, lenguaje de una sociedad flexible y abierta» (Op. Cit.: 156).
Algo más arriba, veíamos que Lipovetsky percibe el humor de las sociedades postmodernas ausente de pathos. ¿Quiere eso decir que en tales sociedades ya no hay lugar para la angustia? En absoluto:
«Hay tantas más representaciones alegres cuanto más monótono y pobre es lo real; la hipertrofia lúdica compensa y disimula la angustia real cotidiana. En realidad el código humorístico aspira al relajamiento de los signos y a despojarlos de cualquier gravedad; dicho código resulta el verdadero vector de democratización de los discursos mediante una desubstancialización y neutralización lúdicas» (Op. Cit.: 158).
A fin de cuentas, no parece Después de la fase de afirmación gloriosa y heroica de las democracias en que los signos ideológicos han rivalizado en énfasis (la nación, la igualdad, el socialismo, el arte por el arte) con los discursos jerárquicos destronados, entramos en la era democrática posmoderna que se identifica con la desubstancialización humorística de los principales criterios sociales» (Op. Cit.: 162).plausible el nihilismo sin un mínimo de desesperación; la sociedad postmoderna padece males característicos y le aplica remedios característicos, pues «el sense of humor consiste en subrayar el aspecto cómico de las cosas sobre todo en los momentos difíciles de la vida» (Op. Cit.: 158). Tal vez por eso, en una sociedad particularmente caída en desgracia de los dioses y sus certezas, «el humor se convierte en una cualidad exigida al otro» (Op. Cit.: 160), y esa omnipresencia de lo festivo no indique felicidad, sino una implacable ocultación de su antítesis.
La pérdida de la fe salpica, como hemos señalado antes, también a las ideologías. La política de una sociedad humorística tiene, por obligación, que adoptar formas nuevas, desconocidas hasta la fecha:
«La política se convierte casi explícitamente en circo de entretenimiento. Lipovetsky cita el caso del cómico francés Coluche, que llegó a ser candidato presidencial en su país después de una flamante carrera artística construida las más de las veces a base de patochadas y sal gruesa. Lipovetsky, cuyo texto es contemporáneo del suceso, afirma que «todo el mundo está contento de que un payaso profesional ocupe la escena política, puesto que ésta se ha convertido ya en un espectáculo burlesco» (Op. Cit.: 163).
Una vez alcanzada la mayoría de grandes reivindicaciones sociales del pasado, las banderas comunes que podían convocar tras de sí considerables movimientos colectivos, las aspiraciones políticas del presente se acercan gradualmente a lo esperpéntico, al particularismo exacerbado propio de una sociedad hedonista donde todos exigen carta de naturaleza para sus rasgos personales y construyen comunidades minúsculas partiendo de criterios que bordean el capricho:
«Más directamente aún, con el desmembramiento de los particularismos y la sobrepuja minoritaria de las redes y asociaciones (padres solteros, lesbianas toxicómanas, asociaciones de agorafobos o de claustrofobos, de obesos, calvos, feos y feas, lo que Roszak llama la ‘red situacional’), el propio espacio de la reivindicación social toma una coloración humorística. Comicidad debida a la desmultiplicación, a la miniaturización interminable del derecho a las diferencias; a la manera de la broma de las cajitas que esconden otras cajitas cada vez más pequeñas, el derecho a la diferencia no cesa de desengastar los grupos, de afirmar microsolidaridades, de emancipar nuevas singularidades en la frontera de lo infinitesimal. La representación humorística viene con el exceso pletórico de las ramificaciones y subdivisiones capilares de lo social» (Op. Cit.: 164).
Naturalmente, esa primacía de lo particular impregna también nuestra forma de percibir a los demás y, por tanto, la interacción social en su escala más básica. La muerte de la razón como instancia legitimadora de las acciones individuales da paso al hedonismo, al principio de placer, a la primacía de las preferencias personales. Por necesidad, esa sucesión de funciones tiene que hacerse patente en todo el cuerpo social:
«Así como la dispersión polimorfa de los grupos humoriza la diferenciación social, también el hiperindividualismo de nuestro tiempo tiende a suscitar una aprehensión del prójimo con tonalidades cómicas. A fuerza de personalización, cada uno se convierte para sus semejantes en un animal curioso vagamente extraño y no obstante desprovisto de misterio inquietante: el otro como teatro absurdo» (Op. Cit.: 165).
Y a partir de los niveles más simples de interacción podemos ascender a estadios más complejos, en los que se define la concepción misma de la ciudadanía y la comunidad sociopolítica, pues: «...el modo de aprehensión del otro no es ni la igualdad ni la desigualdad, es la curiosidad divertida, de manera que cada uno de nosotros se ve condenado a parecer a corto o largo plazo extraño, excéntrico ante los otros» (Op. Cit.: 166).
De esta forma, la convivencia acaba por fundamentarse en la disimilitud y en la extravagancia del prójimo. Una extravagancia que es en sus manifestaciones diferente a la nuestra, pero en su principio, idéntica, pues se basa en la presunción a priori de respetabilidad para todo comportamiento que produzca placer y bienestar a su agente. Insiste Lipovetsky: «... la sociedad que estaba abocada gracias a la igualdad a armonizarse sin heterogeneidad ni desemejanza, está en vías de transformar al otro en extranjero, en un verdadero y estrambótico mutante; la sociedad basada en el principio del valor absoluto de cada persona es la misma en que los seres tienden a volverse zombis inconsistentes o cómicos» (Op. Cit.: 167).
¿Es esa la sombra del ciudadano postmoderno? Perdidos los lenguajes comunes del pasado (mitos, religión, razón), ¿está condenado el individuo a no poder comunicar el contenido de sus actos, a ser eternamente incomprendido salvo por aquellas otras escasas almas perdidas que comparten su placer? ¿Está condenado a no comprender a sus semejantes? La respuesta de Lipovetsky no puede estar más alejada de la de, pongamos, un McIntyre: la base común es ese vago ideario hedonista-democrático, para el cual toda ocupación placentera es legítima en tanto no interfiera en la libre elección ajena; a partir de ahí, los lenguajes se dispersan y se hacen tanto más incompatibles cuanto más lejos se lleva el principio de partida.
¿Qué lenguaje común reconcilia todas esas diferencias? ¿Qué lenguaje común evita la dispersión absoluta, la desintegración de lo social en un hervidero de “nacionalidades” extravagantes? Principalmente, el comentario humorístico autorreflexivo que, por su propia naturaleza lúdica, recuerda el principio personal hedonista común a toda la variedad:
«A mayor reconocimiento igualitario, mayor diferenciación minoritaria y más el encuentro interhumano se hace extrañamente chusco. Estamos destinados a afirmar cada vez más una igualdad ‘ideológica’ y simultáneamente a sentir unos (sic) heterogeneidades psicológicas crecientes. Después de la fase heroica y universalista de la igualdad, aunque estuviera evidentemente limitada por grandes diferencias de clase, llega la fase humorística y particularista de las democracias en las que la igualdad se burla de la igualdad» (Op. Cit.: 167).
¿Hay un humor postmoderno?
La teoría de Lipovetsky sería significativa y más que digna de atención para todo estudioso del humor aunque sólo fuera por la seguridad con la que postula dos afirmaciones:
1) Que la sociedad postmoderna es específicamente humorística. Esto es, hay una serie de rasgos variados que caracterizan lo que se conoce como sociedad postmoderna, y uno de ellos, y no uno de los menos importantes, es su carácter humorístico.
2) Que hay un humor específico de la sociedad postmoderna. Esto es, que el humor propio de la sociedad postmoderna y que, tal como se afirma en el punto anterior, define en cierta medida dicha sociedad, es esencialmente diferente a las formas de humor que pueden encontrarse en otras sociedades, en otros espacios, en otros tiempos.
He aquí, resumidos y ordenados, los rasgos característicos del humor postmoderno, tal como él lo define:
1) Omnipresencia. El humor postmoderno lo impregna todo, se adentra en terrenos hasta ahora vedados para el discurso de su género. En épocas anteriores, el humor era una explosión episódica (tal que la fiesta medieval) o una herramienta identificada y claramente ubicada en el almacén de recursos de la razón (tal que el humor ilustrado). Si nos atenemos al ámbito de los productos de consumo cultural, observamos como la ironía penetra en géneros que dejan de tomarse del todo en serio a sí mismos y que sólo son aceptados por el público cuando hacen un guiño a su inteligencia por medio de comentarios autorreflexivos (como ejemplos, Jackson, 1995, Sclavi, 1991, 1994, 1997, 2002, Shaffer, 1972, 1983, Stewart, 2002, y Wilson, 1998; o en el cine, la serie Scream).
2) Hedonismo. El humor, aunque, como ya hemos visto, sirva a propósitos diversos, sólo se justifica explícitamente por sí mismo. Se tiene por un fin en sí mismo. No se considera un humor instrumental, no es algo que necesite excusas; toda la razón de ser que necesita es el placer, la diversión, el gozo que proporciona.
3) Ausencia superficial de angustia. El humor postmoderno, por razón del principio hedonista expuesto en el punto anterior, renuncia de partida a mostrar en primer plano los aspectos oscuros o desagradables de la realidad. Le interesa lo lúdico, lo brillante, lo festivo, lo espectacular, lo estrafalario, lo llamativo.
4) Habilidad social. El humor, en la sociedad postmoderna, se convierte en lenguaje universal y, por tanto, en una habilidad social más que hay que dominar para desenvolverse exitosamente en el entorno. El humor se hace componente necesario en la comunicación interpersonal y deviene arma de seducción, quizá no suficiente por sí sola para conseguir un objetivo dado, pero sí necesaria.
5) Igualitarismo. Aristóteles afirmó que, mientras la tragedia es el espectáculo de las desgracias que acontecen a personajes superiores al espectador (y que, por ello, tiene un efecto conmovedor), la comedia es el espectáculo de las desgracias que acontecen a personajes inferiores al espectador (y, por ello, tiene un efecto hilarante). Si en todo humor existiese un componente de desigualdad, en el humor postmoderno, opina Lipovetsky, dicho componente está reducido al mínimo: el humor nace del espectáculo de la diversidad, y aunque la propia diversidad sea objeto de comedia (pues, como dice Lipovetsky, la igualdad se ríe de la igualdad), en última instancia hay, por necesidad, un respeto esencial a dicha diversidad. Cabe suponer, no obstante, que el humor postmoderno no es tan suave cuando toma por objeto comportamientos ajenos a la sociedad postmoderna y que, por tanto, sí son susceptibles de observación desde una perspectiva superior.
6) Presencia soterrada de angustia. El humor postmoderno es, después de todo, el humor de una época que ha perdido las certezas. Si bien, como hemos dicho, en su superficie todo es color, fiesta y alegría irresponsable, persiste un fondo de nihilismo angustiado. La fiesta postmoderna no puede presumir del abandono dionisíaco de la fiesta medieval; lo lúdico postmoderno es necesariamente tenso, pues oculta un abismo existencial y, por su propia proliferación (por esa omnipresencia que hemos señalado en el primer punto), el efecto cómico se diluye, se dispersa.
7) Variedad y novedad. La superficie colorida y dicharachera del humor postmoderno implica, además, la necesidad de una sensación constante de diversidad, de cambio, de novedad interminable. No vale la repetición monótona de un mismo recurso humorístico. Para funcionar, el humor postmoderno tiene que ser, cuando menos en apariencia, proteico.
8) Individualismo. El hedonismo postmoderno es un hedonismo individual, basado en el placer individual, que deriva de la obtención de los objetos de deseo personales. El humor postmoderno es comunitario en tanto sirve de lenguaje común para comunicar todas esas individualidades diferentes, inmersa cada una en su propia empresa de placer, pero el punto de partida para el diálogo es el reconocimiento respetuoso de la realidad de esas diferencias.
9) Autorreferencia. El humor postmoderno tiene por objeto privilegiado al propio humorista, sea profesional o no. Incluso cuando comenta el comportamiento de un individuo distinto del comentarista, el fondo de la cuestión es la relación con la propia opción personal de quien habla. Uno de los grandes problemas con que se encuentra una sociedad que ha desechado los grandes relatos, repetimos, es el vacío que genera en la legitimación de acciones, en las herramientas de valoración y los criterios para la toma de decisiones sobre la propia existencia. Comentando el absurdo de las decisiones ajenas (que son absurdas en cuanto carecen de una razón última que las justifique), comentamos el absurdo de las nuestras.
10) Utilidad. Ya hemos señalado que el humor es, en la sociedad postmoderna, una habilidad social y una herramienta de seducción. Esto quiere decir que, en última instancia, es un instrumento que puede ser utilizado para obtener fines diversos (partiendo de que, aunque se produzca un vacío en el sistema de ideas a la hora de justificar los fines, dichos fines siguen existiendo). Lipovetsky propone el ejemplo bastante obvio de la publicidad: el humor sirve para vender productos, haciendo mofa de la propia noción de la promoción y venta de productos. Sabemos que dicha actividad no tiene un sentido último, como tampoco lo tiene la existencia (o que no somos capaces de ponernos de acuerdo respecto a un sentido último; a efectos sociológicos, eso es lo que cuenta); la publicidad persiste en esa actividad carente de sentido último, pero indica que es consciente de que carece de sentido último.
11) ¿Función? El punto anterior señala una posibilidad de alcance un tanto superior. En la medida en que el humor es útil, o, cuando menos, utilizable... ¿es posible que cumpla una función social (o varias) reconocible(s)? Nuestra hipótesis: sí, aunque no exclusivamente. El humor oficia de sistema ideológico de legitimación subsidiario (¿y transitorio?) y ayuda a mantener la cohesión social en una época en la que el vínculo comunitario, en su sentido espiritual, se presenta especialmente débil. En otras palabras, el humor viene a suavizar y a hacer aceptable el vacío que han dejado los grandes relatos al desmoronarse (recordemos a Lyotard). No es, evidentemente, el único elemento que cumple dicha función; para empezar, cabe la duda de que los grandes relatos hayan desaparecido por completo. Pese a todo, hay esa percepción de vacío, de debilidad, de nihilismo y el humor contribuye a hacerla tolerable. Las construcciones ideológicas que sustentaban la práctica cotidiana de las sociedades occidentales se han demostrado insuficientes; el humor colabora para que, pese a todo, tal práctica cotidiana se mantenga, comentando su absurdo esencial y convirtiéndolo en placer cómico.
Estas son, pues, las intuiciones nada metódicas de Lipovetsky, expuestas hace cerca de veinte años. ¿Se atreverá algún científico riguroso a poner a prueba estas hipótesis o quedarán olvidadas como tantos otros caprichos intelectuales del ensayismo postmoderno?
Por arbitrarias que sean sus clasificaciones, por desmesurada que sea la ambición explicativa de sus páginas, en ellas encontramos herramientas de cierta utilidad analítica. En su propuesta de desarrollo histórico del humor en tres estadios (medieval, ilustrado y postmoderno) nos ofrece tres tipos ideales válidos para el estudio de la realidad contemporánea. Véase, a tal efecto, lo escrito por Chumy Chúmez (1998) como epitafio para La Codorniz (y, de camino, para su propia Hermano Lobo) en un reciente volumen recopilatorio: el viejo semanario humorístico murió comido por las polillas cuando los lectores empezaron a encontrar insuficiente la crítica tibia de La Cárcel de Papel de Acevedo y otros atrevimientos menores de Álvaro de La iglesia. La partida la ganó Hermano Lobo, pero sólo para reinar durante un tiempo y morir más adelante, establecida la democracia y, por así decirlo, logrado el objetivo ansiado por la mayoría. Bastantes años atrás, Miguel Mihura (fundador de La Codorniz, genio con todas las de la ley y partidario de un humor que se podría catalogar perfectamente como postmoderno ateniéndonos a los criterios de Lipovetsky) discutía agriamente con el nuevo director de su revista, De Laiglesia, porque encontraba desagradable e innecesaria la timidísima atención a la realidad social que empezaba a prestar la revista. El humor “moderno” o “ilustrado” necesita un blanco contra el que cargar, y sólo es comercial cuando hay una proporción suficiente del público que está de acuerdo con la pertinencia de dicho blanco. Cuanto mayor es el desencanto político, cuanta menos fe tenemos en nuestra capacidad de cambiar las cosas (para mejor, claro) haciendo uso de la razón... más se parece nuestro humor a lo que describe Lipovetsky.
Ahora, habría que mirar el quiosco, la televisión, el cine... y preguntarnos qué humor es el que más vende. Y por qué...
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