ETICA ANIMAL E IDEA DE PERSONA.


Carlos BEORLEGUI

1. Aumento de la sensibilidad ecológica.
La sensibilidad ecológica parece ser una característica de nuestro tiempo, sensibilidad que abarca múltiples aspectos, como son la preocupación por los residuos tóxicos, la polución ambiental, la destrucción de capa de ozono, la disminución de la reserva de materias primas, y la especial sensibilidad sobre el maltrato animal y la defensa de los denominados “derechos de los animales”. A más de un lector le parecerá que se trata de un tema menor, o propio de cierto público snob que se apunta a temas raros, de moda pasajera, o a causas perdidas. La verdad es que en relación a esta temática nos encontramos con dos posturas extremas: la de quienes piensan que se trata de un tema sin importancia, y la de quienes se convierten a él como si fuera una nueva religión, y a la que llegan a dedicar incluso su vida entera. Vamos a adoptar en estas líneas una postura intermedia, mostrando su importancia, pero también su relatividad.
Nos hallamos ante un tema de palpitante actualidad y de evidente importancia, que poco a poco está influyendo, y lo hará de forma cada vez más importante, en una redefinición de nuestra forma de vernos como seres humanos y como habitantes del planeta (nuestra casa) en el que vivimos. Para los especialistas en ética ecológica, se trata de “uno de los sectores más dinámicos de la reflexión práctica” (GÓMEZ-HERAS,2000, XI). Por eso mismo, puede entenderse de múltiples modos, desde un punto de vista crítico y distante del antropocentrismo tradicional, pero también desde un planteamiento concordante y complementario al mismo. De todos modos, no es mi intención estudiar y referirme al conjunto de la denominado ética ecológica, sino referirnos exclusivamente al problema de los denominados derechos de los animales o
ética animal, y sus directas repercusiones sobre la redefinición de lo humano, consecuente con el nuevo estatus concedido al resto de los animales, según defiende este planteamiento ético.
2. La relación hombre-animal.
El ser humano se ha visto desde antiguo, a la hora de definirse a sí mismo y aun antes de la aparición del paradigma evolutivo, como un animal, aunque racional, poseedor de racionalidad consciente. Así lo definían los griegos, diferenciando entre el género próximo (animal) y la diferencia específica (racional). Es, pues, el animal que sabe del mundo y de su propia realidad de un modo reflejo. Ahora bien, sólo desde las tesis de Darwin sobre selección natural como clave de la evolución hemos sido conscientes de nuestra pertenencia al mundo de la biosfera, superándose de este modo una visión estática del origen y de la correlación de la especies, según el planteamiento del naturalista Linneo, así como una interpretación literal del Génesis, según la cual el ser humano habría sido creado directamente por las manos del Creador y dotado de un soplo de vida espiritual (alma). Somos, pues, una especie animal más, aunque animales muy especiales.
La cuestión polémica ha consistido siempre en saber si nuestra diferencia con el resto de los animales era sólo cuantitativa, o más bien cualitativa. Desde planteamientos religiosos y humanistas se ha acentuado la diferencia, la especificidad de lo humano frente al resto de los integrantes de la biosfera. En cambio, la tendencia de ampliossectores de las ciencias naturales y humanas se ha orientado más bien a un rebajamiento de lo humano en aras a su acercamiento a la realidad animal. Cuando surgen las primeras investigaciones etológicas, en las primeras décadas del s. XX, de la mano de W. Köhler, K. Lorenz, Tinbergen, Eibl-Eibesfeldt, Thorpe, K. von Frisch y otros, la motivación de fondo de estas investigaciones se centraba en intentar aprender de los animales en nuestras pautas de conducta, porque “si no todo el hombre está en el animal, sí todo el animal está en el hombre” (Lorenz). De ahí que se tienda a considerar que el mundo de lo biológico es un ámbito perfecto, configurado por un conjunto de leyes perfectas y probadas por la historia evolutiva, mientras que la cultura humana, en la medida en que se halla apoyada en la libertad y en el aprendizaje permanente, está en permanente inestabilidad, poniendo en peligro de desaparición a toda la especie. No en vano somos un “animal deficiente” (Gehlen), una “enfermedad de la naturaleza”
(Nietzsche), por lo que tenemos que aprender con mucho esfuerzo a sobrevivir y a salir adelante en esta dura lucha por la vida.
El modo como el ser humano ha entendido y vivido su relación con los animales ha sido muy diverso a lo largo de los siglos, dependiendo de la cosmovisión religiosa de fondo. Las religiones orientales han tendido a entender al ser humano integrado como una realidad más dentro de la naturaleza, acorde a una concepción más mística y divinizadora de la naturaleza. En cambio, la cosmovisión judeocristiana ha insistido permanentemente en secularizar el mundo y la naturaleza, desmitificándola, desdivinizándola y convirtiéndola en una creatura de Dios. El relato del Génesis con el que comienza la Biblia quiere dejar bien claro precisamente que el mundo y todo lo que contiene es hechura, obra de Dios. Y dentro del mundo, el hombre es la creatura más valiosa, en la medida en que posee la centralidad ontológica y ética respecto a las demás realidades del mundo. Todo queda sometido a su cuidado y protección. Desde la nueva sensibilidad ecológica, se ha querido ver en esta tendencia cosmovisional (GAFO, J.,1999) el origen y el apoyo teórico de un incorrecto y nefasto antropocentrismo (a corregir en la actualidad), que habría dado al ser humano carta blanca para des-animar y des-mitificar a la biosfera y a la ecosfera, reduciéndola a simple material disponible para la voracidad del economicismo capitalista en el que nos encontramos en la actualidad.
El resultado es evidente: agotamiento de las materias primas, polución ambiental
inaguantable, destrucción del equilibrio ecológico, y riesgo serio de supervivencia de todo el sistema vivo del planeta Es cierto que el mundo del Génesis se configura sobre claras bases antropocéntricas, situando al ser humano en el centro de la creación, y al frente del resto de las especies vivas. Todas ellas pasan delante de Adán que les irá “poniendo nombre”, con todo lo que de actitud de dominio supone este hecho en la mentalidad judía. Ahora bien, esta presentación de la realidad del mundo y del serhumano, que conlleva dos elementos clave: la secularización del mundo y la defensa dela dignidad humana, puede interpretarse de dos formas muy diferentes. La primera ha llevado, en su extremosidad, a desmitificar y des-animar al universo, convirtiéndolo en un mero depósito de materias primas y un arsenal de enriquecimiento económico. Así lo ha entendido la tendencia extrema del racionalismo ilustrado occidental, que en el ámbito intelectual ha generado el cientifismo y el positivismo, y en el económico-social, el capitalismo. Pero puede perfectamente compaginarse la mentalidad judeocristiana con una sensibilidad ecológica y defensora de los animales, aunque sin caer en una disolución de lo humano en el continente de la biosfera, ni defender lo que podríamos denominar un humanismo trans antropocéntrico (BEORLEGUI, C., 2001).
De todos modos, en el ámbito de la cultura occidental se han dado dos sensibilidades o paradigmas distintos, el racionalista o antiguo, y el emotivista o moderno, y estaríamos en el inicio de uno nuevo, síntesis de los dos anteriores (GRACIA, D., 2002). El racionalista sitúa la diferencia entre el hombre y los animales en la razón, como defiende Aristóteles en la Política. Una consecuencia de ello es la preterición de los sentimientos, considerándolos como algo negativo y irracional. En cambio, en el paradigma moderno emotivista, nacido a partir del siglo XVIII, los sentimientos y las emociones comienzan a cobrar una gran importancia en la vida humana. Ello va a tener profundas repercusiones tanto en la concepción de la racionalidad, como también en el ámbito de la ética y, en especial, en el tema que nos ocupa de la ética animal. En efecto, en un modelo de racionalidad aséptica y pura, como la griega y la ilustrada, los sentimientos constituyen una realidad espúrea y un estorbo para la consecución de la verdad, de tal modo que no se admite más razonamiento que el claro y apodíctico. En cambio, en el paradigma emotivista van adquiriendo también importancia el razonamiento dialéctico y el retórico, donde los sentimientos y el empeño por convencer al otro van cobrando una gran importancia. Esto traerá también una gran importancia para la fundamentación de la ética, puesto que la definición del sujeto ético ya no se hace ahora desde la racionalidad, sino desde la capacidad de sentir, de sufrir o gozar. Y, en ese sentido, se irá dando paso a la idea de que también los animales pueden ser sujetos de derechos, y necesitados de ser defendidos sus intereses, en la medida en que son capaces de tener sentimientos de dolor y de placer. Este paradigma emotivista, nacido en el ámbito anglosajón, de la mano de filósofos como J. Bentham, D. Hume, J. Stuart Mill y otros, está a la base de la corriente actual de defensa de los derechos de los animales y de las diversas propuestas de éticas animales.
De todos modos, lo que voy a defender es la conveniencia de elaborar y proponer un tercer paradigma que trate de conjugar lo mejor de ambos modelos paradigmáticos, y deje de lado lo incorrecto y negativo de ambos.
3. La ética animal y el problema de la fundamentación de la ética.
La sensibilidad del paradigma emotivista, unido a la constatación de que la progresiva capacidad tecnológica del ser humano para incidir en el entorno ambiental y la utilización de los animales al servicio de una ganadería intensiva al servicio de una economía consumista cada vez más exigente, o como cobayas en los laboratorios médicos o de cosmética, tal y como están denunciado los partidarios de la liberación animal (SINGER, P., 1999), está planteando la necesidad de establecer no sólo reglas de protección de los animales, sino también la exigencia de unos “derechos de los animales”, e incluso la configuración de una “ética animal”. De todos modos, es importante advertir que la referencia a los “derechos de los animales” y a la “ética
animal” se puede entender de dos modos diferentes: en un sentido amplio, indica defender simplemente que los animales merecen respeto y que no deben ser maltratados; y en un sentido más estricto, implica atribuir a los animales (al menos a algunos de ellos) una dignidad ética similar a la del ser humano. En este segundo sentido es como se entiende hoy día la propuesta de una “ética animal”, y en ese sentido lo vamos a entender aquí para enjuiciar su pertinencia y su problemática legitimidad.
Estos planteamientos implican, como decíamos al principio, poner en entredicho el antropocentrismo humanista defendido por la tradición occidental (paradigma racional), apoyado en una diferencia cualitativa entre hombres y demás animales (teoría denominada especieísmo), para proponer una ruptura de tal diferencia desde una nueva propuesta ontológica y ética en la que se pretende dar entrada en el club de los derechos humanos a todos los animales (o incluso a todos los seres vivos), o al menos a ciertas especies animales. Esto es lo que nos hace ver en qué medida estas nuevas propuestas implican no una mera atención a las situaciones de maltrato animal, sino que supone poner en entredicho el supuesto estatus privilegiado del ser humano y las tradicionales formas de fundamental la ética y los derechos humanos.
La legitimidad o no de esta propuesta nos obliga a remitirnos al tema de la fundamentación de la ética. ¿Cómo se fundamentan y justifican las normas morales?
¿Quiénes son los sujetos de derechos? Hasta épocas muy recientes, el ser humano justificaba sus normas morales por la vía religiosa. Cada cultura se apoyaba en su correspondiente religión, que dictaba las normas de comportamiento a seguir, apoyándose en la supuesta voluntad de Dios. En la época moderna, tras la ilustración, los humanos estamos necesitando conjugar el ámbito de la moral (cosmovisional o religiosa) con el de la ética (laica). De ahí que distingamos entre una ética mínima, obligatoria para todos y fundada o apoyada en la racionalidad humana, con pretensiones
de universalidad, y una ética de máximos, o de la felicidad, que queda a la elección de cada individuo (CORTINA, A., 1986; 1990).
Como es comprensible, el problema de la fundamentación de los derechos de los animales se dirime en el ámbito de esta ética mínima, o ética racional y laica. Y como también es fácilmente comprensible, nos hallamos ante un amplio abanico de propuestas, tanto en lo referente a la fundamentación de la ética en general, como en relación al aspecto concreto de la ética animal. La fundamentación de la ética es una de las parcelas de reflexión filosófica más vivas y fértiles de la actualidad, reflexión deudora de varias de las escuelas filosóficas nacidas a partir de la época de la ilustración occidental. Sin ánimo de ser exhaustivo, indico a continuación de forma muy sintética varios de los más importantes modos de fundamentar la ética, con sus características específicas (TAFALLA, M., 2004). Una primera propuesta es el contractualismo, doctrina quedefiende que el origen de la sociedad se basa en un supuesto contrato fundacional, libremente asumido, por el que los integrantes de esa sociedad ceden al Estado sus derechos para que pueda imponer a todos unas reglas de juego que abarcan y obligan a todos. Este supuesto estaría al fondo de la democracia moderna. Defendida en sus orígenes por Hobbes, Locke y Rousseau, en la actualidad la propuesta más conocida es la de J. Rawls. No cabe duda de que esta teoría suponía un gran avance frente al iusnaturalismo y los fundamentalismos religiosos, apoyando la ética y el derecho en la razón y en la libertad. Pero tiene como limitación más importante el apoyarse en la
capacidad racional de establecer un acuerdo y no tanto en la propia naturaleza y valor intrínseco de cada ser humano, en la medida en que los seres humanos que forman parte de la sociedad no parece que tengan derechos humanos por el simple hecho de ser hombres, sino por estar capacitado para llegar a construir el referido contrato. Para los críticos del contractualismo, la moral no se funda en el contrato libre de los humanos, sino en un ámbito anterior. La moral se funda antes del pacto, y se da fuera de él, puesto que nadie puede pactar la privación de los derechos de alguien que los tiene por su propia naturaleza. En relación a la cuestión de los derechos de los animales, el contractualismo considera que los sujetos de derecho son sólo los seres humanos, en la medida en que sólo ellos tienen razón y capacidad para pactar. Bien es verdad que algunos contractualistas consideran que el ser humano puede actuar como representante de los derechos de los animales, y defenderlos en el ámbito de los pactos interhumanos.
Una segunda teoría es la emotivista, que da entrada a los sentimientos y la compasión a la hora de fundamentar la ética. Este corriente considera que puede solucionar las limitaciones y fallos del contractualismo, en la medida en que considera que serían los sentimientos los que originarían la moral, ya que el ser humano actúa moralmente impulsado por los sentimientos y emociones, llevado por la compasión.
Una consecuencia muy importante de ello es que los sujetos morales no serían sólo los seres dotados de razón, sino todos los que poseen sentimientos, con lo cual estos seres estarían dotados de derechos antes de ser capaces de racionalizar sus acciones y de poder participar en un pacto racional. De este modo, para el emotivismo los sujetos de derechos no son sólo los seres humanos, sino también los animales, porque también ellos son capaces de sufrir, gozar y de tener sentimientos en general. Y, por ello, los derechos de los animales estarán encaminados a defender sus intereses, consistentes en evitar hacerles sufrir. Claro que el emotivismo, junto a sus puntos fuertes (una mayor universalidad, en la medida en que abarca a todo sufriente, hombre o animal), tiene también sus debilidades, en la medida en que no vale cualquier sentimiento para fundamentar la moral, sino que debe ser discernido y ayudado por la racionalidad. La ética despierta y se alimenta de los sentimientos, pero no son suficientes para
fundamentarla. Así, pues, parece que los sentimientos y la razón tienen que ir unidos y saber complementarse.
La tercer vía de fundamentación de la ética es el utilitarismo, surgido en el ámbito anglosajón de la mano de J. Bentham, y J. Stuart Mill. Partiendo de un ideal igualitario, el utilitarismo discierne sobre la bondad o maldad de los actos en función de sus consecuencias. La norma moral por excelencia sería hacer el máximo bien al mayor número de personas. Así, pues, no parte de la bondad intrínseca de los actos a la hora de considerarlos buenos o malos, sino de sus consecuencias, de su utilidad. El utilitarismo ha solido ir de la mano del emotivismo, por lo que considera que la orientación moral básica tiene que orientarse hacia la producción del máximo bienestar y a evitar lo más posible el dolor. Y ello tanto en los seres humanos como en los animales. El problema del utilitarismo es que, debido a que no quiere meterse en disquisiciones sobre la bondad intrínseca de los actos, no sabremos distinguir entre el bien y el mal de nuestras
acciones hasta después de realizadas y experimentadas sus consecuencias. Además, no siempre tendremos criterios para evaluar y comparar entre diferentes bienes a producir y los males a evitar. ¿Qué tipos de bienes son los que merecen ser extendidos, y qué tipos de males evitados? ¿No puede ocurrir, a la hora de discernir comparativamente, que se prefieran bienes menores en cantidad que bienes mayores en menor número? Así, pues, el utilitarismo exige cálculos demasiado complicados para evaluar la moralidad de los actos, así como conlleva el riesgo de sacrificar el bien legítimo de uno o de pocos individuos en aras del bien de muchos, sin que sea fácil justificar esta preferencia cuantitativa. De este modo, podría servir el utilitarismo para legitimar acciones inmorales: sacrificar a uno, o a una minoría, para lograr el bienestar de la mayoría.
Precisamente la eficacia y acierto de las teorías fundamentadoras se pone a prueba precisamente en las situaciones conflictivas, en los momentos en que tenemos que elegir entre valores confrontados.
La limitación que parece tener el utilitarismo para defender el valor intrínseco de los individuos, en aras de un placer y bienestar cuantitativo, lo pretende superar el kantismo, el humanismo kantiano, cuyo pilar fundamental a la hora de fundar la ética es la apuesta por la dignidad absoluta de la persona humana, propuesta en su imperativo categórico. La ética kantiana tiene como rasgos más específicos el ser racional (la razón, y no los sentimientos, está legitimada para orientar nuestros actos), formal (no se pueden universalizar los contenidos materiales, sino la forma o procedimiento para conseguirlos: actúa de tal modo que tus máximas de actuación puedan servir para cualquiera en tu misma situación; es el llamado imperativo categórico), y deontológica (el imperativo categórico es incondicional: de obligado cumplimiento, para todos). Pero también es fundamental indicar que todas las orientaciones morales, guiadas por su imperativo categórico formal, tienen que estar orientadas o apoyadas en una segunda versión o modo de entender su imperativo categórico: tratar a todos los seres humanos como un fin en sí mismos, y nunca como medios para ningún otro fin. Es lo mismo que decir que cada ser humano posee dignidad y no precio; su valor es intrínseco y absoluto.
Se trata, por tanto, de una ética humanista y antropocéntrica, en la medida en que la dignidad, atribuida a cada persona, le corresponde sólo a los seres humanos, y no a losanimales.
En la actualidad, se ha dado una versión corregida y perfeccionada de la ética kantiana en la denominada ética dialógica o ética del discurso (J. Habermas y K.-O. Apel), en la medida en que entienden que el procedimiento formal que se ha de seguir para llegar a descubrir las normas de comportamiento que constituirá una ética mínima, de obligado cumplimiento, no se dará a través de un diálogo racional interior, sino de un diálogo interpersonal, con la participación de todos los afectados, en igualdad de condiciones y sin ningún tipo de restricciones ni constreñimientos. Los críticos de esta corriente, desde la postura cercana a la defensa de los derechos de los animales, le achacan la limitación de que sólo pueden ser sujetos y objeto de derechos los seres capaces de lenguaje y comunicación (HABERMAS, J., 2000). Con lo cual, no sólo quedan fuera los animales, sino también los enfermos mentales, los niños y los seres humanos en fase de gestación.
Como puede verse, estas cuatro grandes propuestas de fundamentación de la ética, no consiguen un consenso total ni superar todas las críticas serias y razonables de las teorías rivales. Por ello, cada vez resulta más evidente que no es suficiente apelar a un único principio de fundamentación, sino que parece necesitarse una estrategia o propuesta pluriprincipial, que aúne varios principios en una arquitectónica bien trabada. Esta es la propuesta, por ejemplo, de E. Dussel (DUSSEL, E., 1998), quien propone, dentro de su ética de la liberación, una estructura fundamentadora compuesta de dos partes (teórica y crítica) con tres principios en cada una de ellas (principio material, formal y de factibilidad, en la parte teórica; y principio material crítico, formal crítico y de liberación, en la parte crítica). Pero es importante indicar que esta arquitectónica fundamentadora que nos propone Dussel, pertenece al aspecto racional que busca justificar el punto de arranque básico desde el que considera que surge una ética de la liberación: la compasión o el llamado principio misericordia, que surge y brota del encuentro cara a cara con el otro, el pobre y el marginado. Por lo tanto, Dussel trata de unir sentimiento y razón, como dos polos necesarios pero insuficientes si se presentan separados. Pero detenernos demasiado aquí nos desviaría de nuestro centro de interés. Sólo queremos insistir en que esta pluralidad de propuestas éticas nos hace ver que toda propuesta ética es deudora de sus correspondientes aprioris cosmovisionales que resultan muy difíciles de consensuar. Esta es la razón de las fuertes discrepancias de fondo entre las diferentes propuestas éticas, hecho que no conviene olvidar, a la vez que resulta muy útil explicitar para iluminar los problemas éticos.
Dejando indicada esta pluralidad de propuestas éticas, vamos a centrarnos ya en el objeto principal de estas páginas. La propuesta actual de articular una ética animal que defienda los supuestos “derechos de los animales” está emparentada con las corrientes emotivista y utilitarista, como ya hemos apuntado en su momento. Pero no todos los teóricos de estas propuestas renuncian a apoyarse en las corrientes racionalistas y humanistas, aunque, como es fácil de suponer, tratando de ampliar el contenido de razón y de humanidad o de persona. Nos vamos a detener a continuación en las propuestas de los dos intelectuales más representativos de estas corrientes, Peter Singer y Tom Reagan.
4. La fundamentación de la ética animal de P. Singer y de T. Regan.


A la hora de argumentar y de proponer una teoría ética que trate de defender los derechos de personas o de animales, el nudo de la cuestión está en delimitar (razonadamente) qué criterio se propone para fundamentar esos supuestos derechos, y a quiénes alcanza tal criterio para poder disfrutar de ese estatuto moral. En función de tal criterio, y de la clase de sujetos morales a quienes alcanza dicho criterio, se puede hacer una interesante clasificación de las diversas propuestas morales que hoy día se presentan en nuestro universo cultural (SANCHEZ GONZALEZ, M. A., 2002).
• Eticas ecocéntricas o naturocéntricas: defienden que todos los seres existentes, vivos o no, son dignos de respeto y de cuidado, en la medida en que todos los seres vienen a ser manifestaciones o símbolos de un ser superior.
• Eticas biocéntricas: restringen el ámbito de la moralidad a los seres vivos, a todos
los seres vivos, tanto animales como plantas. La ética, en este caso, se centra en la
defensa de la vida, de todo tipo de vida.
• Eticas holistas: es una variedad o precisión de las éticas anteriores, en la medida en
que no centra los derechos y el respeto en cada individuo de cada especie viva, sino
en la defensa de las especies vivas como conjuntos autónomos. Cada miembro de
una especie animal no es insustituible, pero sí lo es cada especie en su conjunto, que
se convierte, por ello, en el objetivo a cuidar y a defender.
• Eticas sensitivocéntricas: extienden los derechos morales tan sólo a los animales
que son capaces de experimentar dolor o placer. En realidad, estas éticas abarcarían
casi todo el ámbito de las especies animales. Pero dentro de ellas se distinguen los
autores sobre los que vamos a tratar a continuación, para quienes sólo hay que
atribuir “derechos humanos” a ciertas especies de animales superiores, las que
poseen una cierta capacidad de sentir, pero no a todas.
• Eticas antropocéntricas: son las que restringen los derechos y el ámbito de la ética
propiamente tal al campo exclusivo de las personas humanas. Pero ya veremos más
adelante que la acepción de antropocentrismo se puede entender en varios sentidos
(inclusivo o excluyente), puesto que, para unos, la tesis antropocéntrica estaría
cerrada a conceder ningún tipo de “derechos” a los animales, mientras que para
otros se puede compaginar la defensa y la consideración de ciertos “derechos”
humanos con un bien entendido antropocentrismo. Es la postura que yo voy a
defender aquí.
Las posturas de Singer y de Reagan (SANCHEZ GONZALEZ, M.A., 2002; VELAYOS CASTELO, C., 2002) siguen diferentes estrategias y razonamientos a la hora de defender una ética animal, que llevaría aparejada la configuración de ciertos derechos para los animales. La propuesta de P. Singer (SINGER, P, 1984; 1999; 2003;
BEORLEGUI, C., 2001), apoyándose en las tradiciones emotivista y utilitarista, defiende que el sufrimiento animal es un mal que debe ser evitado y erradicado en la medida de lo posible. Fiel a la tradición utilitarista, Singer persigue condenar los daños a los animales no justificados desde un bien mayor. De ahí que su propuesta la consideran algunos más bien como reformista, en la medida en que no representa una postura radical de defensa de derechos para todos los animales, sino una ampliación de el estatus ético actual a ciertas especies animales, los grandes simios (CAVALIERI, P./SINGER, P., 1998).
En cambio, la postura de T. Reagan es más radical (REAGAN, T., 1999), en la medida en que, partiendo de posturas principialistas, no meramente consecuencialistas como es el caso del utilitarismo, defiende el valor moral intrínseco de los animales y su derecho a vivir en las mejores condiciones posibles. De ahí que propugnará la abolición de todo tipo de prácticas de los humanos que estén encaminadas a producir sufrimientos o vejaciones a cualquier animal. No se trata, por tanto, de una postura meramente reformista, como la de P. Singer, sino abolicionista, opuesta a todo tipo de prácticas peligrosas contras los animales. Ambas posturas, a pesar de sus diferencias, coinciden en intentar abolir el antropocentrismo clásico occidental, y en defender el acortamiento del abismo ético que se pretende existe entre hombres y animales. Es cierto que no
llegan a negar que la vida de un ser humano sea en general más valiosa que la del animal. Por tanto, en caso de conflicto entre ambos, la vida del ser humano pasaría por delante, pero no significa esto que, según ellos, sea preferible cualquier tipo de sufrimiento animal respecto al sufrimiento humano; así como tampoco se podría legitimar cualquier sufrimiento animal para satisfacer cualquier deseo o bienestar humano. Esto supone, por tanto, superar lo que denominan el especieísmo (o especismo), prejuicio humanista consistente en establecer una diferencia ontológica y ética total y absoluta entre los hombres y el resto de los animales.
Así, pues, para Singer las acciones éticas deben regirse por la máxima de elegir la acción que tenga más probabilidades de promover al máximo los intereses de todos los afectados. En consecuencia, se trata de seguir el “principio de igual consideración de los intereses”, con independencia de si tales intereses pertenecen a individuos de la especie humana o de otra cualquiera. Pero eso no significa que Singer defienda el derecho de todos los animales. De hecho considera que hablar de “derechos de los animales”, aunque se trata de un lenguaje “políticamente conveniente”, no es fundamental para el debate que nos debe ayudar a cambiar nuestra actitud hacia los animales. De lo que se trata es de advertir que todo ser vivo tiene intereses en la medida en que tiene capacidad para sufrir y gozar. Y esos intereses deben ser defendidos, con independencia de la especie a la que se pertenezca. Dar preferencia a los intereses de los seres humanos sobre el del resto de los animales es incurrir en especieísmo. Ahora bien, esto no significa, advierte Singer, que no haya que reconocer que los seres humanos puedan tener, y tienen, intereses que los animales no tienen, como por ejemplo intereses intelectuales, estéticos, religiosos, etc. Pero hay otros muchos intereses que comparte con los demás animales. Y en estas situaciones, no se ve por qué los intereses de los animales se deban posponer siempre ante los intereses humanos. Además, oponerse al especieísmo no significa considerar que las vidas de los seres humanos valen igual que las de los demás animales. El aceptar una gradación valoral supone que habrá momentos en que se podrá justificar, en caso de conflicto, el poner fin a la vida de un animal. Pero, aceptado esto, hay que defender y preservar muchos de los intereses de los animales que no están en conflicto con intereses humanos fundamentales. Así, por ejemplo, son moralmente reprobables para Singer el provocar sufrimientos innecesarios a los animales en beneficio de una crianza intensiva para alimentación humano, o maltratar animales con fines comerciales o recreativos, o también su utilización en la
experimentación científica de modo injustificado. Igualmente, para Singer son inmorales las prácticas que no tienen en cuenta la defensa de la vida de algunos animales superiores que, dado el importante desarrollo de su autoconciencia, tienen un evidente interés en seguir viviendo
Consecuente con estas teorías, Singer defiende el vegetarianismo, no como mero gesto simbólico, sino también como modo de oponerse y boicotear las prácticas de crianza intensiva que anteponen la ganancia económica al hecho de provocar sufrimientos innecesarios a muchos animales.


Como hemos indicado ya, los planteamientos de T. Reagan se apoyan en principios diferentes a los de Singer, en la medida en que su teoría es principialista y deontológica, no meramente utilitarista y consecuencialista. De ahí que defienda directamente los derechos de los animales en función de su valía intrínseca (REAGAN, T., 1983), y no sólo propone defender sus intereses porque tienen capacidad de sufrir y de gozar. Hay animales, y para Reagan los mamíferos son una prueba clara, que poseen una vida interior muy evolucionada y compleja, de tal modo que constituyen por ello “sujetos-de-una-vida”, y ello les hace poseer un “valor inherente”. Esta inherencia ontológica y ética es la que le hace defender a Reagan que los animales tienen derecho a que no se les cause sufrimiento y a que se respete su dignidad, esto es, no ser usados como medios para otras utilidades ajenas. Y esta aplicación de valor a los animales la defiende Reagan sin grados ni distinciones: todos los seres vivos, hombres y animales, tenemos los mismos derechos morales básicos, por lo que se justifican sus propuestas abolicionistas radicales: la prohibición de la utilización de animales en experimentos científicos, la proscripción de la ganadería animal comercial, y la suspensión de la caza y captura comercial y deportiva.
5. ¿Un concepto de “persona” ampliado y borroso?
La defensa de los “derechos de los animales” desde la tesis de que todos ellos tienen un valor intrínseco, como es el caso de la línea más dura propiciada por T.
Reagan, se apoya en la eliminación de la línea ontológica y ética divisoria entre la especie humana y las restantes especies vivas, como defiende el antropocentrismo humanista, en la medida en que las tesis de la ética animal ponen en cuestión y amplían el concepto tradicional de persona. Así, los defensores de esta ampliación (GOMILA, A., 1997; VELAYOS CASTELO, C., 2002) suelen apoyarse en la propuesta de D.
Dennett (DENNETT, D., 1976), para quien una persona se caracterizaría por los siguientes rasgos:
a) Las personas son racionales y sujetos de adscripciones intencionales.
b) Por ello, se les debe tratar de un modo apropiado, esto es, con consideración moral.
c) Poseen capacidad de adoptar una actitud recíproca de respeto, por lo que son
considerados como sujetos morales.
d) Pueden usar el lenguaje.
e) Disponen de un tipo específico de conciencia, la autoconciencia, por lo que pueden formar estados de segundo orden (creencias y deseos sobre creencias y deseos).
Parecería que estas condiciones sólo las cumplen los seres humanos, y por tanto se trataría con esta demarcación de apuntalar el antropocentrismo y el especieísmo. Pero no es así, en la medida en que la estrategia de los defensores de los derechos de los animales entienden y redefinen los conceptos clave de esa definición, como son la racionalidad, intencionalidad, reciprocidad, lenguaje y otros, desde una perspectiva más amplia y borrosa, de tal modo que pueda incluirse dentro de la idea de persona, si no a todos los animales, al menos a los más evolucionados, los grandes simios. Por ello, nos encontraríamos con que el concepto de persona es un concepto borroso ( GOMILA, A., 1997, 192), sin contornos claros, y aplicable tanto a los seres humanos como a los animales, e incluso a robots, marcianos, etc. Cuando los humanistas antropocentristas
quieren restringir la idea de persona a la clase “seres humanos”, y negársela a los animales, se les hace ver que hay seres humanos (fetos, enfermos terminales, deficientes mentales, etc.) que incumplen en igual medida que los animales el concepto ideal y perfecto de persona, por lo que si se les sigue considerando, a pesar de ello, personas no se ve por qué se les tiene que negar esa acepción a los animales superiores. La postura antropocéntrica entiende que los fetos humanos son personas en potencia, así como los enfermos terminales, los deficientes mentales y demás impedidos son personas en un estado de deficiencia, por lo que no por eso se les tiene que hace perder su valor intrínseco y los derechos que les correspondan.
En el centro de la discusión está la polémica acerca de la legitimidad o no de la aplicación a los animales de cualidades tales como autoconciencia, reciprocidad, uso de un cierto lenguaje, discusión sin término sobre si se trata de una diferencia meramente cuantitativa o
cualitativa, ontológica, la que existe entre los seres humanos y el resto de las especies
animales, dependiendo la solución y la postura que cada uno adopte en este punto no
tanto de los datos objetivos y científicos, sino de la interpretación que de ellos se haga,
en función siempre del horizonte cosmovisional en el que cada contrincante se sitúe.
Considero que la postura más adecuada es la que trata de conjugar, por un lado, la
continuidad de lo vivo dentro de un proceso evolutivo, en el que la especie humana no
constituye ninguna excepción (de ahí que diga J. Ruffié (RUFFIÉ, J., 1982) que la
especie humana no crea nada, sino que lleva hasta el extremo las tendencias que ya se
dan en otras especies animales anteriores), y, por otro, la ruptura cualitativa, que le hace
al ser humano ser un animal más pero de una manera radicalmente distinta,
justificándose de este modo la denominación del ser humano como animal deficiente y,
por ello, necesitado de construir un mundo artificial, cultural, que supla tal deficiencia
biológica (GEHLEN, A., 1980).
De tal modo que, ya en su propia estructuración biológica y comportamental, se
sitúa la especie humana en una diferencia ontológica y cualitativa (no meramente
cuantitativa) respecto a las demás especies vivas. De ahí que el ser humano esté
constituido por una específica unidad bio-cultural, que no es resultado de dos realidades
autónomas (lo biológico y lo psíquico) que luego se han unido; ni tampoco está
constituido por una estructura unitaria de dos cosas que actúan y funcionan de modo
autónomo y separado (el sentir y el inteligir), sino por una estructura única, sujeto único
de actos unitarios: sensibilidad inteligente e intelección sentiente. Es una única
estructura que posee un tipo de actos únicos (habitudes, Zubiri), pero complejos. De ahí
que todas las estrategias encaminadas a comparar y medir la diferencia cuantitativa
entre el lenguaje, la intencionalidad, la conciencia, la racionalidad del ser humano y de
los animales, parte de un claro error categorial que, a pesar de ello, se defiende de forma
muy repetida.
En la conjugación de lo biológico y lo cultural, dentro de la especie humana se da, pues, una continuidad con lo animal al mismo tiempo que una ruptura, un salto cualitativo. Y no es el único momento en que se aprecia en la realidad de lo mundano este tipo de continuidad-ruptura. Un caso sencillo es el cambio de estado en el agua, cuando es sometida a un progresivo calentamiento: hasta los 100º C, se mantiene en estado líquido, pero a partir de entonces pasa a estado gaseoso. Si nos preguntamos por qué se da ese fenómeno a los 100º C y no antes o después, no queda más respuesta (en el terreno científico) que apelar a la naturaleza propia del agua. Así está hecha, y entre los dos estados (podríamos hacer referencia también al paso del estado líquido al sólido, en forma de hielo, también a una temperatura determinada) se da una continuidad al mismo tiempo que un salto cualitativo. La naturaleza está llena de este tipo de
situaciones, una de las cuales es el salto, por elevación (ZUBIRI, X., 1986), de lo prehumano a lo humano, dándose también aquí una continuidad (el ser humano está hecho de la misma materia biológica que el resto de los animales), pero también un salto cualitativo, una ruptura ontológica, epistemológica (intelección sentiente), y ética.
Complementando estas afirmaciones desde el campo de la ética, que es donde nos estamos moviendo, el salto cualitativo que se produce entre el ser humano y las demás especies animales consiste y se muestra de modo fehaciente en que el ser humano tiene capacidad de plantearse preguntas acerca de la bondad o maldad de sus acciones, y libertad para decidir entre diversas posibilidades de acción. Los teóricos de la ética distinguen entre ética como estructura y ética como contenidos (ARANGUREN, J.L., 1958), o entre capacidad ética y contenidos éticos (AYALA, F. J., 1980, 169 y ss.). Se está tratando de postular, en el terreno de la denominada “ética animal”, la legitimidad de supuestos derechos de los animales, y estamos dispuestos a aceptar la necesidad de cambiar nuestra valoración y el modo de tratar a los animales, en función de no provocar sufrimientos innecesarios y de respetar cierto valor intrínseco de los animales.
Pero eso no se puede justificar desde la supuesta igualdad con los seres humanos, en la medida en que en el mismo campo de la ética se aprecia una radical e inapelable diferencia: a los seres humanos, porque somos libres, se nos pueden exigir responsabilidades por nuestras acciones, y a los animales no, ni siquiera a los más inteligentes. Esto no lo pone en duda ni el más acérrimo defensor de sus supuestos “derechos”. Ahí está, por tanto, uno de los argumentos más claros y contundentes para defender la diferencia cualitativa, tanto en lo ontológico como en lo ético, entre hombres y animales. Es verdad que eso no les da carta blanca a los humanos para
someter a su voluntad caprichosa a los animales. Por supuesto. Pero tampoco de su capacidad de sufrir y la posesión de una cierta “racionalidad”, “conciencia”, “intencionalidad”, “lenguaje”, se deduce y justifica que les atribuyamos la condición de personas y los igualemos en dignidad a nosotros.
Hacia un nuevo paradigma en la relación entre hombres y animales: un antropocentrismo respetuoso de los animales.
Parece, por tanto, que nos enfrentamos en este punto ante la necesidad de configurar un nuevo paradigma, como propone Diego Gracia (GRACIA, D., 2002, 144), que supere las insuficiencias del primero y del segundo, pero que recoja lo más valioso de ambos. Se trataría de configurar una síntesis de antropocentrismo y de una nueva praxis con los demás animales basada en el respeto.
Como indica D. Gracia, varios de los aspectos del segundo paradigma (emotivista) se están poco a poco generalizando y siendo aceptados por casi todos, como son la aceptación de un concepto débil de racionalidad, el valor positivo de lo emocional, y un mayor acercamiento entre las notas específicas de los animales y del hombre. Pero el tercer paradigma estaría configurado por el convencimiento de que es preciso, en primer lugar, conjugar, como ya lo hemos indicado con antelación, la tesis gradualista entre el hombre y los animales (es la tesis evolucionista) con la propuesta emergentista de la diferencia cualitativa entre el animal y los seres humanos. Si se quiere hablar de graduación, tenemos que hablar también de una gradación trascendental, la que se ha dado con la aparición de la especie humana.
Ahora bien, esa graduación trascendental, o emergencia por elevación, no se comprende desde el criterio único de la racionalidad, sino que hay que enraizar la racionalidad en la emotividad, y recuperar el valor de los sentimientos. Así, si en el proceso de elevación el ser humano se halla vertido a la realidad, por lo que la realidad humana ya no es sólo “de suyo”, como cualquier otra sustantividad, sino que es también “suya” (carácter de suidad, persoenidad), dada a sí misma, teniendo que hacerse cargo de su propia realidad. También es cierto que la referencia a la realidad no se da en el ser humano sólo por la vía de la intelección, sino también por la del sentimiento y la volición. De ahí que el “hacerse cargo” de la realidad y de su realidad, no es sólo una tarea intelectual, sino también emotiva y sobre todo volitiva. Ahí se sitúa precisamente
el hecho de la libertad y de la responsabilidad por sus acciones, cosa que no se da, ni
puede darse, en el ámbito de los demás animales.
Ahora bien, esa condición de responsable propia de la condición humana, consecuencia de que está viviendo en un mundo que va configurando con sus acciones transformadoras (el hombre tiene mundo, mientras el animal tiene ambiente, entorno natural), es el que le obliga también al ser humano a ser cuidador y responsable de su mundo con todo lo que contiene, animales, plantas y reservas naturales, todo el ámbito ecológico. El ser humano no es nada si su mundo, sin su entorno ecológico, con el que forma una unidad intrínseca y necesitante. La toma de consciencia de esta realidad le está llevando a cargar de nuevo de dignidad y valor a todo el entorno mundano en el que habita (ecología = estudio de la casa en la que habita, oicós). Se supera de este modo la actitud depredadora de la racionalidad tecnocéntrica moderna, burguesa, para descubrir el valor y la dignidad relativa que tienen todos los seres de la creación. En definitiva, ”yo nosotros ysin mundo, sin el mundo. El mundo es la condición de posibilidad de mi yo como yo. No puedo, pues, trazar una línea divisoria entre él y yo. Si yo tengo una dignidad ontológica, el mundo la tiene que tener también, pues no se trata de dos realidades completamente separables. No habrá dignidad ontológica del ser humano sin mundo, y si se puede hablar de dignidad ontológica del ser humano tiene que poderse hablar de la dignidad ontológica del mundo” (GRACIA, D., 2002, 147).
Esto supone, por tanto, la emergencia de una ética de la responsabilidad del ser humano hacia el conjunto del mundo. Así, como indica H. Jonas, “sería menester un nada desdeñable cambio de ideas en los fundamentos de la ética. Esto implicaría que habría que buscarse no sólo el bien humano, sino también el bien de la cosas extrahumanas, esto es, implicaría ampliar el reconocimiento de “fines en sí mismos” más allá de la esfera humana e incorporar al concepto de bien el cuidado de ellos” (JONAS, H., 1995, 35). Estas ideas tienen repercusiones no sólo éticas sino también ontológicas o metafísicas, en la medida en que la responsabilidad hacia el mundo no
surgiría sólo de consideraciones centradas en lo humano, por ejemplo desde la peligrosidad de deteriorar la ecosfera porque ello traerían negativas consecuencias para el bienestar y la supervivencia humanas, sino por razones de dañar el valor esencial de las realidades mundanas.
Ahora bien, aunque se pueda atribuir tanto a los animales como a las realidades inanimadas un cierto valor y dignidad, lo son de modo relativo y no igual al valor y dignidad humana. En ese sentido, podemos aceptar que los animales tienen “derechos”, y los seres humanos “deberes” correlativos hacia ellos. Pero, como precisa D. Gracia haciendo referencia a los cuatro grandes principios de la bioética (maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia), nuestros deberes para con los animales serían del tipo de los llamados “deberes perfectos” o de justicia, aunque no de beneficencia. Pero serían unos deberes que no pertenecerían al mismo nivel o condición que los deberes que rigen entre los seres humanos. De ahí que nos hallemos sumergidos en la actualidad, sin llegar a consensos fáciles, en el empeño de ir delimitando los catálogos más adecuados de esos “derechos” animales.
En conclusión, los animales, según estos planteamientos, no pueden ser considerados como agentes morales, aunque quizás sí como sujetos morales. Pero entendido que se trataría de sujetos pasivos, receptores de nuestra obligación de respetar una serie de “derechos” de los que son poseedores. Pero, en la medida en que tales “derechos” son relativos y limitados por los derechos de los seres humanos, se trata de ir conformando una serie de actitudes hacia los animales (respeto, estima y amor, conocimiento y comprensión, protección y cuidado, responsabilidad, identificación y unión: SÁNCHEZ GONZÁLEZ, M. A., 2002, 130-131), así como de conformar diversos catálogos de normas que orienten adecuadamente la conducta humana en
relación a los animales, como es tomar conciencia del sufrimiento animal y procurar en la medida de lo posible evitarlo o disminuirlo, establecer las normas de su uso en pruebas de laboratorio y de diversión, así como orientaciones en relación a la ganadería y la caza, etc. (GONZÁLEZ MORÁN, L., 2002).
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