JUICIO A LOS ANIMALES.
La Historia está plagada de hechos insólitos. En este caso nos vamos a referir a juicios en toda regla que se le han hecho a animales a lo largo de ella. Tenemos casos tan curiosos como juicios a cochinillas, cerdos, loros, perros, ratones, osos…. En fin, otra de las delirantes peripecias de la raza humana a lo largo de nuestra Historia.
En agosto de 1487, una multitud de campesinos de la comarca francesa de Autun acudió al obispo Jean Rolin para pedirle que intercediera ante Dios para acabar con una plaga de ratones que estaba arrasando sus campos. Monseñor ordenó a los párrocos de la comarca que salieran a los campos para conminar a los roedores a que abandonaran el lugar; en caso contrario, se expondrían a la ira del Altísimo. Pero las exhortaciones de los religiosos no tuvieron efecto alguno, y los ratones siguieron a lo suyo, devorando las cosechas.
Las crónicas (recogidas por el historiador Michel Pastoureau en su Historia de los juicios medievales) cuentan que monseñor, iracundo al ver cómo aquellos animaluchos le desafiaban, ordenó que fueran juzgados por herejía.
Como en todo proceso, hubo un abogado defensor, el joven letrado Barthélémy de Chassanée, quien, por el ingenio que demostró en este juicio, llegó a convertirse en uno de los juristas más célebres de su tiempo. El esforzado defensor pidió un aplazamiento porque sus clientes, los ratones, eran tan numerosos y vivían tan dispersos por todo el territorio que un solo auto de emplazamiento clavado a la puerta de la catedral no servía para avisarles de la celebración de la vista. Por eso, los sufridos sacerdotes de la diócesis tuvieron que salir nuevamente a los campos, esta vez a leer en voz alta el auto procesal para que los roedores estuvieran avisados. Convocado nuevamente el tribunal un mes después, los ratones seguían sin comparecer en la sala, por lo que el letrado solicitó un aplazamiento más, argumentando esta vez que los gatos sueltos por el territorio impedían que sus clientes salieran de sus escondites. Nuevamente, su petición fue aceptada. Chassanée logró retrasar el juicio en seis ocasiones con los pretextos más peregrinos, hasta que las autoridades eclesiásticas suspendieron finalmente aquel absurdo proceso.
¿He dicho absurdo? Visto con una mirada actual lo es, sin duda alguna. Pero en el pasado los juicios contra animales fueron más comunes de lo que se piensa. Cerdos acusados de infanticidio, perros incriminados por cuestiones políticas... prácticamente no hubo especie que en el período que va desde el Medievo hasta finales del siglo XVIII no se librase de comparecer ante un tribunal por los motivos más alucinantes que podamos imaginar. Encima, no todos tuvieron la suerte de contar con un abogado tan brillante como Chassanée, quien llegó a escribir un tratado jurídico titulado Consilia, en el que explicaba cómo debían conducirse los abogados en los procesos contra animales. Exponía, además, su tesis de que el animal debería ser juzgado por un tribunal religioso, salvo en el caso de que fuera acusado de un delito de sangre, circunstancia en la que sería sentenciado por otro civil. Aunque parezca una barbaridad, hubo decenas de animales acusados de asesinato. Aunque la peor parte se la llevaron los cerdos.
Era frecuente que en las aldeas y ciudades medievales los puercos anduvieran sueltos, lo que dio lugar a algunos casos de ejemplares que devoraban a bebés cuyas madres habían dejado solos, de forma imprudente, en las puertas de sus casas. El incidente más célebre fue el de la cerda de Falaise, en 1386, un suceso que ha trascendido a la posteridad gracias a que todos los detalles fueron recogidos minuciosamente para la posteridad por un escribiente local, Guiot de Montfort. Una marrana bien rolliza fue acusada de infanticidio por matar a un niño devorándole el rostro y los brazos. El noble local, el vizconde Pere Lavengin, ordenó celebrar un proceso en el que el animal fue condenado a muerte. La cerda fue conducida al patíbulo disfrazada con ropas de persona, y el verdugo le amputó los brazos y el morro, tal y como ella había hecho con su víctima. Luego fue colgada por los cuartos traseros hasta morir, cosa que sucedió pronto, ya que la sangre manaba de sus heridas como si se tratara de grifos abiertos. Finalizada la ejecución, el populacho desmembró al animal y celebró una parrillada. Pero lo más grotesco fue que se obligó a los granjeros a llevar a sus cerdos a que presenciaran la matanza, para que les sirviera de escarmiento. Igual que este ejemplar, otro congénere suyo fue ejecutado en París en 1161, acusado de ¡regicidio! El animal se introdujo entre las patas del caballo que montaba el príncipe Felipe, hijo del rey Luis VI, y le hizo caer. El muchacho perdió la vida en el accidente y el puerco acabó destripado públicamente en un cadalso. Y en 1572, en Toledo, otro cerdo que había devorado a un niño fue, además de ejecutado, acusado de sacrilegio por haber comido carne un Viernes Santo. Ambas historias fueron recogidas por Edward Payson Evans, un eurudito que dedicó ¡44 años! a investigar en los archivos judiciales europeos para escribir la que está considerada la obra magna sobre el tema: The criminal prosecution and capital punishment of animals (1906).
Pero los marranos no fueron los únicos animales convictos de asesinato. Bueyes que corneaban a sus amos hasta matarlos y perros rabiosos fueron ahorcados, decapitados o despedazados por haber causado daños a los humanos. En la mayoría de estos procesos, los animales tenían muy pocas posibilidades de salir absueltos o de gozar de la clemencia del tribunal. Pero hubo alguna excepción. En la obra de Evans también queda constancia de que en 1379, en el pueblo belga de Saint-Marcel-le-Jeussery, una jauría de perros hambrientos, entre los que se encontraban varias crías, atacó la casa de un lugareño y mató a su hijo de corta edad. Los animales fueron capturados, juzgados y condenados a muerte. Pero el sacerdote local, Hubert de Poitiers, intervino ante el tribunal para pedir clemencia para las crías, y lo hizo alegando a su favor que habían sido malcriadas por los canes adultos. Los jueces se mostraron comprensivos e indultaron a los perritos.
Como es lógico, las mentes privilegiadas de la época pensaron que los juicios contra animales eran un auténtico disparate. Fue el caso, por ejemplo, del mismísimo Santo Tomás de Aquino, quien llegó a alumbrar varios escritos en los que alegaba que no se podían emprender acciones penales contra seres que no poseían la voluntad de hacer daño intencionadamente. Pero las Autoridades eclesiásticas del momento no hicieron mucho caso de sus doctas palabras. Así, como relata Jan Bondeson en su libro La sirena de Fiji (un recopilatorio de las más alucinantes anécdotas de la interacción entre hombres y animales a lo largo de la historia), en 1479 el obispo de Lausana dirigió un juicio contra una plaga de cochinillas, para las que pidió la excomunión. El principal argumento de la acusación era que las cochinillas no habían estado en el Arca de Noé, lo que demostraba el poco afecto que Dios sentía por ellas. Finalmente, las procesadas fueron anatematizadas en un auto que comenzaba con la siguiente imprecación: “Vosotras las acusadas, asquerosidad infernal, vosotras las cochinillas, que ni seréis citadas entre los animales...” Más suerte, según Bondeson, tuvo en cambio una colonia de termitas que en 1752 fue llevada a juicio en Brasil por haber semidestruido el monasterio de unos frailes franciscanos. El abogado de las hormigas argumentó que los insectos habían vivido en aquel lugar desde siglos antes de la llegada de los misioneros y colonizadores portugueses. Su alegato fue aceptado, y finalmente fueron los frailes quienes tuvieron que mudarse y dejar a las termitas como señoras de su antiguo asentamiento.
En esta espiral de delirios procesales tampoco han faltado los animales sentenciados por delitos políticos. Así, en 1792, en plena Revolución Francesa, el mastín de un anciano aristócrata, el marqués de Saint-Prix, se abalanzó sobre el alguacil que venía a prender a su amo. El animal estaba disfrazado con una librea similar a la que usaban los soldados realistas. Aquello resultó argumento suficiente para que el perro fuera acusado de reaccionario y juzgado por actividades antirrevolucionarias. Finalmente, el can fue guillotinado junto a su amo. Todos los casos aquí narrados y otros muchos escandalizaron a diversos pensadores, como el dramaturgo Jean Racine, quien en La litigante escribió: “En los juicios contra animales, las verdaderas bestias no se sientan en el banquillo de los acusados, sino en el de la acusación”.
Actualmente, ningún código penal admite la posibilidad de juzgar a un animal, aunque a veces se dan situaciones un tanto rocambolescas que hacen que alguno acabe con sus huesos en la cárcel. Así, el pasado julio la policía de Tuxtla Gutiérrez, capital del estado mexicano de Chiapas, encarceló a un burro que había coceado a dos viandantes. “Aquí, si alguien comete un delito, lo paga”, dijo el alcalde, y el animal fue a prisión hasta que su dueño pagó una multa. También han sido sonados los extravagantes casos de animales demandados por haber recibido cuantiosas herencias de sus amos. Como el perrito Trouble, un ejemplar de bichón maltés que a la muerte de su dueña, Leona Hemsley –apodada “la reina de la maldad” (y a quien se atribuyen frases como: “Yo no pago impuestos, solo la gente corriente lo hace”)–, se convirtió en “propietario” de doce millones de dólares. Los nietos de la señora Hemsley recurrieron el testamento ante los tribunales, pero no vieron ni un dólar. Aunque fueron los animales domésticos y los insectos quienes padecieron con más saña el acoso de la Ley, no hubo especie que no tuviera algún miembro procesado.
En 1793, durante la Revolución Francesa, un ave que pertenecía a dos nobles damas fue acusada de contrarrevolucionaria por gritar desde una ventana: “Viva el rey, vivan nuestros sacerdotes”. El pájaro fue condenado a ser reeducado por Madame Le Bon, la célebre mujer parisina que contemplaba las ejecuciones tricotando, y que enseñó al loro a blasfemar y a decir obscenidades.
En 1685, un plantígrado que destrozó a un hombre en Holanda fue procesado por asesinato. Su abogado trató de anular el juicio diciendo que el animal tenía derecho a ser juzgado solo por un tribunal compuesto por osos. Su alegato fue desestimado.
En 1805, un buque de guerra francés naufragó frente a la localidad británica de Hartlepool. El único superviviente fue la mascota de la nave, un chimpancé vestido con uniforme napo¬leónico. Los lugareños le juzgaron por espionaje y le ahorcaron.
En 1662, una vaca fue enterrada vi¬va en Connecticut, Estados Unidos, junto a un campesino que fue sorprendido prac¬ticando el bestialismo con ella.
Una sentencia popular (recogida por el escritor Guilbert de Pixérécourt) cuenta que en 1400, en la localidad francesa de Montargis, se dio el caso excepcional de un mastín al que se le concedió la categoría de demandante en un proceso por asesinato. El perro, llamado Fiel, pertenecía a Aubry de Mondidier, un miembro de la Guardia del rey Carlos V de Francia que murió a manos de un rival, quien enterró el cadáver en el campo. Se dice que el animal, que presenció la escena, condujo a los alguaciles hasta el lugar en el que estaba sepultado el cuerpo. Además, cada vez que veía al asesino, gruñía amenazadoramente. Aquello resultó sospechoso y el rey permitió que el perro se presentara como demandante en un proceso judicial. El criminal, lógicamente, negó los hechos. Los jueces se preguntaban a quién creer, ¿al hombre o a los ladridos del perro? Por eso, se decidió organizar un “juicio de Dios”: un duelo a muerte entre el hombre y el animal, en el que, supuestamente, el Señor favorecería a quien tuviera razón. Armado con un gran escudo y una larga espada, el asesino tenía clara ventaja sobre el perro. Pero la tenacidad de Fiel se impuso sobre la superioridad armamentística de su adversario, que acabó tumbado en la arena con la mandíbula del can en su garganta y confesando su culpabilidad.
En agosto de 1487, una multitud de campesinos de la comarca francesa de Autun acudió al obispo Jean Rolin para pedirle que intercediera ante Dios para acabar con una plaga de ratones que estaba arrasando sus campos. Monseñor ordenó a los párrocos de la comarca que salieran a los campos para conminar a los roedores a que abandonaran el lugar; en caso contrario, se expondrían a la ira del Altísimo. Pero las exhortaciones de los religiosos no tuvieron efecto alguno, y los ratones siguieron a lo suyo, devorando las cosechas.
Las crónicas (recogidas por el historiador Michel Pastoureau en su Historia de los juicios medievales) cuentan que monseñor, iracundo al ver cómo aquellos animaluchos le desafiaban, ordenó que fueran juzgados por herejía.
Como en todo proceso, hubo un abogado defensor, el joven letrado Barthélémy de Chassanée, quien, por el ingenio que demostró en este juicio, llegó a convertirse en uno de los juristas más célebres de su tiempo. El esforzado defensor pidió un aplazamiento porque sus clientes, los ratones, eran tan numerosos y vivían tan dispersos por todo el territorio que un solo auto de emplazamiento clavado a la puerta de la catedral no servía para avisarles de la celebración de la vista. Por eso, los sufridos sacerdotes de la diócesis tuvieron que salir nuevamente a los campos, esta vez a leer en voz alta el auto procesal para que los roedores estuvieran avisados. Convocado nuevamente el tribunal un mes después, los ratones seguían sin comparecer en la sala, por lo que el letrado solicitó un aplazamiento más, argumentando esta vez que los gatos sueltos por el territorio impedían que sus clientes salieran de sus escondites. Nuevamente, su petición fue aceptada. Chassanée logró retrasar el juicio en seis ocasiones con los pretextos más peregrinos, hasta que las autoridades eclesiásticas suspendieron finalmente aquel absurdo proceso.
¿He dicho absurdo? Visto con una mirada actual lo es, sin duda alguna. Pero en el pasado los juicios contra animales fueron más comunes de lo que se piensa. Cerdos acusados de infanticidio, perros incriminados por cuestiones políticas... prácticamente no hubo especie que en el período que va desde el Medievo hasta finales del siglo XVIII no se librase de comparecer ante un tribunal por los motivos más alucinantes que podamos imaginar. Encima, no todos tuvieron la suerte de contar con un abogado tan brillante como Chassanée, quien llegó a escribir un tratado jurídico titulado Consilia, en el que explicaba cómo debían conducirse los abogados en los procesos contra animales. Exponía, además, su tesis de que el animal debería ser juzgado por un tribunal religioso, salvo en el caso de que fuera acusado de un delito de sangre, circunstancia en la que sería sentenciado por otro civil. Aunque parezca una barbaridad, hubo decenas de animales acusados de asesinato. Aunque la peor parte se la llevaron los cerdos.
Era frecuente que en las aldeas y ciudades medievales los puercos anduvieran sueltos, lo que dio lugar a algunos casos de ejemplares que devoraban a bebés cuyas madres habían dejado solos, de forma imprudente, en las puertas de sus casas. El incidente más célebre fue el de la cerda de Falaise, en 1386, un suceso que ha trascendido a la posteridad gracias a que todos los detalles fueron recogidos minuciosamente para la posteridad por un escribiente local, Guiot de Montfort. Una marrana bien rolliza fue acusada de infanticidio por matar a un niño devorándole el rostro y los brazos. El noble local, el vizconde Pere Lavengin, ordenó celebrar un proceso en el que el animal fue condenado a muerte. La cerda fue conducida al patíbulo disfrazada con ropas de persona, y el verdugo le amputó los brazos y el morro, tal y como ella había hecho con su víctima. Luego fue colgada por los cuartos traseros hasta morir, cosa que sucedió pronto, ya que la sangre manaba de sus heridas como si se tratara de grifos abiertos. Finalizada la ejecución, el populacho desmembró al animal y celebró una parrillada. Pero lo más grotesco fue que se obligó a los granjeros a llevar a sus cerdos a que presenciaran la matanza, para que les sirviera de escarmiento. Igual que este ejemplar, otro congénere suyo fue ejecutado en París en 1161, acusado de ¡regicidio! El animal se introdujo entre las patas del caballo que montaba el príncipe Felipe, hijo del rey Luis VI, y le hizo caer. El muchacho perdió la vida en el accidente y el puerco acabó destripado públicamente en un cadalso. Y en 1572, en Toledo, otro cerdo que había devorado a un niño fue, además de ejecutado, acusado de sacrilegio por haber comido carne un Viernes Santo. Ambas historias fueron recogidas por Edward Payson Evans, un eurudito que dedicó ¡44 años! a investigar en los archivos judiciales europeos para escribir la que está considerada la obra magna sobre el tema: The criminal prosecution and capital punishment of animals (1906).
Pero los marranos no fueron los únicos animales convictos de asesinato. Bueyes que corneaban a sus amos hasta matarlos y perros rabiosos fueron ahorcados, decapitados o despedazados por haber causado daños a los humanos. En la mayoría de estos procesos, los animales tenían muy pocas posibilidades de salir absueltos o de gozar de la clemencia del tribunal. Pero hubo alguna excepción. En la obra de Evans también queda constancia de que en 1379, en el pueblo belga de Saint-Marcel-le-Jeussery, una jauría de perros hambrientos, entre los que se encontraban varias crías, atacó la casa de un lugareño y mató a su hijo de corta edad. Los animales fueron capturados, juzgados y condenados a muerte. Pero el sacerdote local, Hubert de Poitiers, intervino ante el tribunal para pedir clemencia para las crías, y lo hizo alegando a su favor que habían sido malcriadas por los canes adultos. Los jueces se mostraron comprensivos e indultaron a los perritos.
Como es lógico, las mentes privilegiadas de la época pensaron que los juicios contra animales eran un auténtico disparate. Fue el caso, por ejemplo, del mismísimo Santo Tomás de Aquino, quien llegó a alumbrar varios escritos en los que alegaba que no se podían emprender acciones penales contra seres que no poseían la voluntad de hacer daño intencionadamente. Pero las Autoridades eclesiásticas del momento no hicieron mucho caso de sus doctas palabras. Así, como relata Jan Bondeson en su libro La sirena de Fiji (un recopilatorio de las más alucinantes anécdotas de la interacción entre hombres y animales a lo largo de la historia), en 1479 el obispo de Lausana dirigió un juicio contra una plaga de cochinillas, para las que pidió la excomunión. El principal argumento de la acusación era que las cochinillas no habían estado en el Arca de Noé, lo que demostraba el poco afecto que Dios sentía por ellas. Finalmente, las procesadas fueron anatematizadas en un auto que comenzaba con la siguiente imprecación: “Vosotras las acusadas, asquerosidad infernal, vosotras las cochinillas, que ni seréis citadas entre los animales...” Más suerte, según Bondeson, tuvo en cambio una colonia de termitas que en 1752 fue llevada a juicio en Brasil por haber semidestruido el monasterio de unos frailes franciscanos. El abogado de las hormigas argumentó que los insectos habían vivido en aquel lugar desde siglos antes de la llegada de los misioneros y colonizadores portugueses. Su alegato fue aceptado, y finalmente fueron los frailes quienes tuvieron que mudarse y dejar a las termitas como señoras de su antiguo asentamiento.
En esta espiral de delirios procesales tampoco han faltado los animales sentenciados por delitos políticos. Así, en 1792, en plena Revolución Francesa, el mastín de un anciano aristócrata, el marqués de Saint-Prix, se abalanzó sobre el alguacil que venía a prender a su amo. El animal estaba disfrazado con una librea similar a la que usaban los soldados realistas. Aquello resultó argumento suficiente para que el perro fuera acusado de reaccionario y juzgado por actividades antirrevolucionarias. Finalmente, el can fue guillotinado junto a su amo. Todos los casos aquí narrados y otros muchos escandalizaron a diversos pensadores, como el dramaturgo Jean Racine, quien en La litigante escribió: “En los juicios contra animales, las verdaderas bestias no se sientan en el banquillo de los acusados, sino en el de la acusación”.
Actualmente, ningún código penal admite la posibilidad de juzgar a un animal, aunque a veces se dan situaciones un tanto rocambolescas que hacen que alguno acabe con sus huesos en la cárcel. Así, el pasado julio la policía de Tuxtla Gutiérrez, capital del estado mexicano de Chiapas, encarceló a un burro que había coceado a dos viandantes. “Aquí, si alguien comete un delito, lo paga”, dijo el alcalde, y el animal fue a prisión hasta que su dueño pagó una multa. También han sido sonados los extravagantes casos de animales demandados por haber recibido cuantiosas herencias de sus amos. Como el perrito Trouble, un ejemplar de bichón maltés que a la muerte de su dueña, Leona Hemsley –apodada “la reina de la maldad” (y a quien se atribuyen frases como: “Yo no pago impuestos, solo la gente corriente lo hace”)–, se convirtió en “propietario” de doce millones de dólares. Los nietos de la señora Hemsley recurrieron el testamento ante los tribunales, pero no vieron ni un dólar. Aunque fueron los animales domésticos y los insectos quienes padecieron con más saña el acoso de la Ley, no hubo especie que no tuviera algún miembro procesado.
En 1793, durante la Revolución Francesa, un ave que pertenecía a dos nobles damas fue acusada de contrarrevolucionaria por gritar desde una ventana: “Viva el rey, vivan nuestros sacerdotes”. El pájaro fue condenado a ser reeducado por Madame Le Bon, la célebre mujer parisina que contemplaba las ejecuciones tricotando, y que enseñó al loro a blasfemar y a decir obscenidades.
En 1685, un plantígrado que destrozó a un hombre en Holanda fue procesado por asesinato. Su abogado trató de anular el juicio diciendo que el animal tenía derecho a ser juzgado solo por un tribunal compuesto por osos. Su alegato fue desestimado.
En 1805, un buque de guerra francés naufragó frente a la localidad británica de Hartlepool. El único superviviente fue la mascota de la nave, un chimpancé vestido con uniforme napo¬leónico. Los lugareños le juzgaron por espionaje y le ahorcaron.
En 1662, una vaca fue enterrada vi¬va en Connecticut, Estados Unidos, junto a un campesino que fue sorprendido prac¬ticando el bestialismo con ella.
Una sentencia popular (recogida por el escritor Guilbert de Pixérécourt) cuenta que en 1400, en la localidad francesa de Montargis, se dio el caso excepcional de un mastín al que se le concedió la categoría de demandante en un proceso por asesinato. El perro, llamado Fiel, pertenecía a Aubry de Mondidier, un miembro de la Guardia del rey Carlos V de Francia que murió a manos de un rival, quien enterró el cadáver en el campo. Se dice que el animal, que presenció la escena, condujo a los alguaciles hasta el lugar en el que estaba sepultado el cuerpo. Además, cada vez que veía al asesino, gruñía amenazadoramente. Aquello resultó sospechoso y el rey permitió que el perro se presentara como demandante en un proceso judicial. El criminal, lógicamente, negó los hechos. Los jueces se preguntaban a quién creer, ¿al hombre o a los ladridos del perro? Por eso, se decidió organizar un “juicio de Dios”: un duelo a muerte entre el hombre y el animal, en el que, supuestamente, el Señor favorecería a quien tuviera razón. Armado con un gran escudo y una larga espada, el asesino tenía clara ventaja sobre el perro. Pero la tenacidad de Fiel se impuso sobre la superioridad armamentística de su adversario, que acabó tumbado en la arena con la mandíbula del can en su garganta y confesando su culpabilidad.
El asunto es que nuestra raza humana sigue empeñada en cometer barbaridades hacia nuestros amigos los animales. Y no nos damos cuenta de que forman parte de nuestro planeta, y como tal, no somos más que ellos en nada, todo lo contrario, tienen virtudes de las que nosotros desgraciadamente adolecemos.
Autor Félix Casanova.
http://www.historiasdenuestrahistoria.com/2009/11/animales-juzgados-en-la-historia.html
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