EL HOMBRE DEL TRAJE GRIS.
Por Carlos Paz Rìos
Esta novela , Sloan Wilson 1920 -2003, marco un hito en la misma medida en que David Riesman lo había hecho cinco años antes con La muchedumbre solitaria, que presentaba una imagen igualmente perturbadora de la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX. Ambas obras siguen considerándose lecturas obligatorias en los estudios de Ciencias Sociales y para quienes quieran hacer excursiones literarias al interior de la historia social estadounidense. Riesman, que en aquel momento era un sociólogo muy influyente, emitió un diagnóstico de científico sobre la sociedad estadounidense. Pero Wilson aplicó la mirada de un periodista y convirtió la novela en un best-seller.
La revista Atlantic calificó a la novela como "una de las mejores creaciones de la cultura popular de los cincuenta". Orville Prescott escribió para The New York Times que era "una buena novela, clara, fluida y periodísticamente exacta en su narración de las presiones, problemas y costumbres tribales de los hombres de traje gris, los ambiciosos trabajadores que viven en las afueras y son demasiado jóvenes para ser triunfadores o fracasados, pero a quienes ya se les está acabando el tiempo".
JONATHAN FRANZEN en el prologo a la ùltima ediciòn hace una síntesis de la novela que se consigna a continuaciòn:
"Los barrios residenciales de Connecticut de principios de los años cincuenta son un escenario de ficción clásico, un pequeño universo tan reconfortante como el San Petersburgo imperial o el Londres victoriano. Cerrando los ojos, podemos ver las hojas de otoño que el viento arrastra por las calles; podemos ver el caudal de hombres con sombreros de fieltro recién salidos de la oficina que llena los andenes de la línea de New Haven; podemos oír el tintineo de la primera jarra de Martini de la tarde y más tarde, hacia medianoche, las peleas horribles, y el olor del sexo desesperado o desesperante.
En El hombre del traje gris hallamos tanto el consuelo de este pequeño universo como sus frustraciones. Esta novela, la primera de Sloan Wilson, se publicó en 1955. Sus ventas fueron extraordinarias, y no tardó en llegar a la gran pantalla en una película protagonizada por Gregory Peck, pero desde entonces no había vuelto a editarse. Hoy, al libro se lo recuerda sobre todo por su título, que—junto con La muchedumbre solitaria y The Organization Man—se ha convertido en una suerte de consigna del conformismo de los años cincuenta. Tanto quien disfrute condenando ese conformismo como quien albergue por el mismo una nostalgia secreta hallará en El hombre del traje gris una auténtica dosis de los cincuenta en estado puro. Los protagonistas, Tom y Betsy Rath, son una atractiva pareja Wasp (blanca, anglosajona y protestante) que se reparte el trabajo de modo tradicional: Betsy se queda en casa con los tres niños y Tom se desplaza cada día a Manhattan, donde le espera un trabajo maravillosamente anodino. Los Rath se amoldan a la situación, aunque sin alegría. Betsy clama contra el aburrimiento de su calle. Sueña con escapar de sus esforzados vecinos (quienes, a su vez, también se sienten insatisfechos); es cualquier cosa menos una supér mamà. Cuando una de sus hijas mancha una pared de tinta, Betsy le pega un manotazo y termina durmiendo con ella en la cama; por la noche, Tom las encuentra «durmiendo estrechamente abrazadas» con la cara llena de tinta.
Al igual que Betsy, Tom despierta simpatía precisamente por sus fracasos. «El hombre del traje gris» es, para él, objeto de miedo y desprecio; y, sin embargo, su vida de esforzado trabajador y hombre de familia en un barrio residencial está tan radicalmente desligada de
su vida de paracaidista en la segunda guerra mundial que, conscientemente, termina refugiándose en ese traje gris. Cuando solicita el puesto de relaciones públicas en la United Broadcasting Corporation, un puesto muy bien remunerado, se entera de que Hopkins, el presidente de la empresa, tiene intención de poner en marcha una junta para la salud mental. ¿Le interesa a Tom la salud mental? «¡Ciertamente! —exclamó Tom con calor—. ¡Siempre me ha interesado la salud mental! —Esta afirmación sonaba un poco a tontería, pero no se le ocurriría la manera de rectificarla.»
El conformismo es una medicina con la que Tom confía en poder auto medicarse para cuidar de su propia salud mental. Aunque es sincero por naturaleza, se esfuerza por mostrarse cínico. «Centraré mi vida en trabajar en pro de la salud mental —le dice a Betsy una noche, bromeando—. Ya no pienso en mí mismo. Soy un ser humano con una gran misión.» Cuando Betsy lo reprende por el cinismo con que juzga a Hopkins, Tom replica: «Lo amo. Lo adoro.
Mi corazón le pertenece».
El eje moral y emocional de El hombre del traje gris lo conforman los cuatro años largos de servicio militar de Tom. El Tom Rath soldado —tanto si mataba soldados del ejército enemigo como si se enamoraba de una adolescente italiana huérfana— se sentía vivísimamente implicado en el presente. Sus recuerdos de la guerra, sin embargo, ofrecen un doloroso contraste con un tiempo de paz «tenso y frenético» en que, se lamenta Betsy, «ya nada parece divertirnos ». Quizá la infelicidad de Tom se deba a los traumas del
combate o quizá, por el contrario, anhele el sentimiento de emoción y de camaradería masculina que perdió tras la guerra. En cualquier caso, Betsy no va desencaminada en sus acusaciones: desde que volvió de la guerra, ha dejado de desear; ha trabajado mucho, pero no se ha arriesgado. Tom Rath está metido en un buen lío, el típico lío de la Era del
Consumo. Con tres hijos que mantener, no se atreve a aventurarse por el camino de la ánima, la ironía y la entropía, el camino Beat que Kerouac predicó y Pynchon siguió. Pero la rutina del consumismo, ese plan tan conveniente que consiste en desear los bienes que los demás desean, no parece menos peligrosa. Tom se da cuenta de que si se sube al carro de la rutina hedonista, entonces sí que se convertirá en un hombre de traje gris, persiguiendo mecánicamente un sueldo cada vez más alto para poder permitirse «una casa más cara y una marca de ginebra más buena». Y así, en la primera mitad de la novela, a medida que va retorciéndose entre dos opciones que le desagradan por igual, su humor y su tono dan un viraje espectacular: pasan del cansancio a la rabia para llegar, finalmente,
a la bravuconada; del cinismo a la timidez para convertirse en una osadía llena de principios. Y Betsy, que, patética, ignora a qué se debe la infelicidad de su marido, se retuerce y vira a su lado.
La primera mitad del libro es, de lejos, la mejor. Los Rath son atractivos, precisamente, porque muchos de sus sentimientos no lo son. Y, como si quisieran reflejar la volatilidad de los Rath, los primeros personajes secundarios del libro son a menudo cómicos y deslumbrantes: el jefe de personal que, detrás de su mesa, se reclina en su silla en posición horizontal; el médico que hace una visita a domicilio y odia a los niños; la señora a quien contratan para que lleve la casa y que consigue llevar derechos a los pequeños Rath,
unos granujillas. La primera mitad del libro es realmente divertida. Sumergirse en el relato que nos presenta Wilson, anticuadamente costumbrista, es como montarse en un Oldsmobile de época: resulta sorprendente lo cómodo y rápido que es; visto a través de sus ventanillas, el paisaje conocido nos parece totalmente nuevo.
La segunda parte del libro le pertenece a Betsy, la media naranja de Tom. Aunque su relación ha consistido en tres años de amor adolescente seguidos de cuatro años y medio de guerra, con sus mentiras y su separación, y otros nueve años de «hacer el amor sin pasión» y sacar adelante una familia «sin experimentar más emoción verdadera que la angustia», Betsy no abandona a su hombre.Pone en marcha un plan de mejora familiar. Consigue que Tom se involucre en la política local. Vende la casa que tanto odia y conduce a la familia de su gris exilio a una zona más exclusiva. Se dispone a emprender una arriesgada vida de empresaria a tiempo completo. Y lo que es más importante: Betsy exhorta incesantemente a Tom a que sea sincero. El argumento, así, va alejándose gradualmente del tema «Atractiva pareja con problemas lucha contra el conformismo de los cincuenta» para acercarse a otro: «Hombre devorado por la culpa recibe pasivamente la ayuda de una mujer excelente». En el mundo hay personas tan excelentes como Betsy Rath, sí, pero no resultan personajes excelentes. En un prefacio a su novela, Sloan Wilson se muestra tan efusivo en su agradecimiento a Elise, su propia media naranja («Buena parte de las reflexiones en las que se basa este libro son suyas»), que quizá haya quien se pregunte si la novela no será, en realidad, una especie de carta de amor de Wilson a Elise, un canto a su matrimonio con ella, quién sabe si un intento, incluso, de disipar sus propias dudas acerca de su matrimonio, de tratar de enamorarse. Algo turbio pasa en la parte del libro dedicada a la mujer, sin duda. A pesar de los muchos conflictos que tienen lugar chez Rath, Wilson nunca permite que sus personajes lleguen a acercarse siquiera a la posibilidad de la infelicidad auténtica.
Una de las ideas que más claramente se desprenden de la lectura de El hombre del traje gris es la de que la armonía social depende de la armonía doméstica. Con la brecha que la guerra había abierto entre hombres y mujeres, Estados Unidos había caído enfermo; la guerra envió a millones de hombres al extranjero para que mataran y fueran testigos de la muerte y se acostaran con las chicas del lugar mientras millones de novias y esposas estadounidenses esperaban alegres en casa, alimentaban su esperanza en un final de cuento de hadas y se echaban al hombro el peso de la ignorancia; ahora, sin embargo, sólo la sinceridad y la franqueza pueden reparar el vínculo entre hombres y mujeres y curar una sociedad enferma. Tom llega a esta conclusión: «Yo no puedo cambiar el mundo, pero sí puedo poner mi vida en orden». Quien crea en el amor y la lealtad y la verdad y la justicia, terminará la lectura de El hombre del traje gris con lágrimas en los ojos, como yo. Pero habrá quien, aun mientras el corazón se le enternece, se enfade consigo mismo por sucumbir. Como Frank Capra en sus películas más empalagosas, Wilson te pide que creas que si un hombre demuestra valentía y sinceridad verdaderas, le ofrecerán el trabajo perfecto —al que podrá llegar desde su casa andando—, el promotor inmobiliario no lo estafará, el juez del lugar impartirá una justicia perfecta, el incómodo villano desaparecerá de escena, el magnate de la industria sacará a la luz su dignidad y su espíritu cívico, los electores votarán a favor de una subida de impuestos por el bien de los escolares del lugar, la antigua amante de ultramar sabrá cuál es el lugar que le pertenece y no creará problemas y el matrimonio empapado en Martini se salvará. Puede que esto nos lo creamos y puede que no; con todo, esta novela consigue capturar el espíritu de los cincuenta: el conformismo incómodo, la evasión del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear y la aceptación de los privilegios de clase. En los Rath hay mucha más franela gris de lo que ellos mismos parece creer. Lo que los distingue de sus «aburridos» vecinos, en definitiva, no son sus penas ni sus excentricidades, sino sus virtudes. En las primeras páginas del libro, los Rath coquetean con la ironía y la resistencia, pero en las últimas ya se enriquecen alegremente. Para el confuso Tom Rath del primer capítulo, el sonriente Tom Rath del capítulo 41 sería la imagen de la complacencia, blanco de sus temores y su desprecio. Betsy Rath, por su parte, rechaza enérgicamente la idea de que el malestar de los barrios residenciales pueda tener causas sistémicas. («Hoy en día la gente le da demasiada importancia a las explicaciones —piensa— y demasiado poca al coraje y a la acción.») Si Tom se siente confundido e infeliz, no es porque la guerra traiga la anarquía moral o por el trabajo de su jefe, «con sus comedias, su publicidad y el vocinglero público del plató». Los problemas de Tom son puramente personales, como el activismo de Betsy es estrictamente local y familiar. Las preguntas existenciales más profundas que cuatro años de guerra (o cuatro semanas en los despachos de la United Broadcasting, o cuatro días cuidando a los niños en una aburrida calle de Westport) suscitan quedan
abandonadas, víctimas inevitables, quizá, de la década misma.
El hombre del traje gris es un libro sobre los años cincuenta. Podemos leer la primera mitad de la novela para divertirnos, y la segunda, para vislumbrar la década que se avecina, la de los sesenta. Fueron los años cincuenta, al fin y al cabo, los que les dieron a lossesenta su idealismo. Y su rabia" .
"Los barrios residenciales de Connecticut de principios de los años cincuenta son un escenario de ficción clásico, un pequeño universo tan reconfortante como el San Petersburgo imperial o el Londres victoriano. Cerrando los ojos, podemos ver las hojas de otoño que el viento arrastra por las calles; podemos ver el caudal de hombres con sombreros de fieltro recién salidos de la oficina que llena los andenes de la línea de New Haven; podemos oír el tintineo de la primera jarra de Martini de la tarde y más tarde, hacia medianoche, las peleas horribles, y el olor del sexo desesperado o desesperante.
En El hombre del traje gris hallamos tanto el consuelo de este pequeño universo como sus frustraciones. Esta novela, la primera de Sloan Wilson, se publicó en 1955. Sus ventas fueron extraordinarias, y no tardó en llegar a la gran pantalla en una película protagonizada por Gregory Peck, pero desde entonces no había vuelto a editarse. Hoy, al libro se lo recuerda sobre todo por su título, que—junto con La muchedumbre solitaria y The Organization Man—se ha convertido en una suerte de consigna del conformismo de los años cincuenta. Tanto quien disfrute condenando ese conformismo como quien albergue por el mismo una nostalgia secreta hallará en El hombre del traje gris una auténtica dosis de los cincuenta en estado puro. Los protagonistas, Tom y Betsy Rath, son una atractiva pareja Wasp (blanca, anglosajona y protestante) que se reparte el trabajo de modo tradicional: Betsy se queda en casa con los tres niños y Tom se desplaza cada día a Manhattan, donde le espera un trabajo maravillosamente anodino. Los Rath se amoldan a la situación, aunque sin alegría. Betsy clama contra el aburrimiento de su calle. Sueña con escapar de sus esforzados vecinos (quienes, a su vez, también se sienten insatisfechos); es cualquier cosa menos una supér mamà. Cuando una de sus hijas mancha una pared de tinta, Betsy le pega un manotazo y termina durmiendo con ella en la cama; por la noche, Tom las encuentra «durmiendo estrechamente abrazadas» con la cara llena de tinta.
Al igual que Betsy, Tom despierta simpatía precisamente por sus fracasos. «El hombre del traje gris» es, para él, objeto de miedo y desprecio; y, sin embargo, su vida de esforzado trabajador y hombre de familia en un barrio residencial está tan radicalmente desligada de
su vida de paracaidista en la segunda guerra mundial que, conscientemente, termina refugiándose en ese traje gris. Cuando solicita el puesto de relaciones públicas en la United Broadcasting Corporation, un puesto muy bien remunerado, se entera de que Hopkins, el presidente de la empresa, tiene intención de poner en marcha una junta para la salud mental. ¿Le interesa a Tom la salud mental? «¡Ciertamente! —exclamó Tom con calor—. ¡Siempre me ha interesado la salud mental! —Esta afirmación sonaba un poco a tontería, pero no se le ocurriría la manera de rectificarla.»
El conformismo es una medicina con la que Tom confía en poder auto medicarse para cuidar de su propia salud mental. Aunque es sincero por naturaleza, se esfuerza por mostrarse cínico. «Centraré mi vida en trabajar en pro de la salud mental —le dice a Betsy una noche, bromeando—. Ya no pienso en mí mismo. Soy un ser humano con una gran misión.» Cuando Betsy lo reprende por el cinismo con que juzga a Hopkins, Tom replica: «Lo amo. Lo adoro.
Mi corazón le pertenece».
El eje moral y emocional de El hombre del traje gris lo conforman los cuatro años largos de servicio militar de Tom. El Tom Rath soldado —tanto si mataba soldados del ejército enemigo como si se enamoraba de una adolescente italiana huérfana— se sentía vivísimamente implicado en el presente. Sus recuerdos de la guerra, sin embargo, ofrecen un doloroso contraste con un tiempo de paz «tenso y frenético» en que, se lamenta Betsy, «ya nada parece divertirnos ». Quizá la infelicidad de Tom se deba a los traumas del
combate o quizá, por el contrario, anhele el sentimiento de emoción y de camaradería masculina que perdió tras la guerra. En cualquier caso, Betsy no va desencaminada en sus acusaciones: desde que volvió de la guerra, ha dejado de desear; ha trabajado mucho, pero no se ha arriesgado. Tom Rath está metido en un buen lío, el típico lío de la Era del
Consumo. Con tres hijos que mantener, no se atreve a aventurarse por el camino de la ánima, la ironía y la entropía, el camino Beat que Kerouac predicó y Pynchon siguió. Pero la rutina del consumismo, ese plan tan conveniente que consiste en desear los bienes que los demás desean, no parece menos peligrosa. Tom se da cuenta de que si se sube al carro de la rutina hedonista, entonces sí que se convertirá en un hombre de traje gris, persiguiendo mecánicamente un sueldo cada vez más alto para poder permitirse «una casa más cara y una marca de ginebra más buena». Y así, en la primera mitad de la novela, a medida que va retorciéndose entre dos opciones que le desagradan por igual, su humor y su tono dan un viraje espectacular: pasan del cansancio a la rabia para llegar, finalmente,
a la bravuconada; del cinismo a la timidez para convertirse en una osadía llena de principios. Y Betsy, que, patética, ignora a qué se debe la infelicidad de su marido, se retuerce y vira a su lado.
La primera mitad del libro es, de lejos, la mejor. Los Rath son atractivos, precisamente, porque muchos de sus sentimientos no lo son. Y, como si quisieran reflejar la volatilidad de los Rath, los primeros personajes secundarios del libro son a menudo cómicos y deslumbrantes: el jefe de personal que, detrás de su mesa, se reclina en su silla en posición horizontal; el médico que hace una visita a domicilio y odia a los niños; la señora a quien contratan para que lleve la casa y que consigue llevar derechos a los pequeños Rath,
unos granujillas. La primera mitad del libro es realmente divertida. Sumergirse en el relato que nos presenta Wilson, anticuadamente costumbrista, es como montarse en un Oldsmobile de época: resulta sorprendente lo cómodo y rápido que es; visto a través de sus ventanillas, el paisaje conocido nos parece totalmente nuevo.
La segunda parte del libro le pertenece a Betsy, la media naranja de Tom. Aunque su relación ha consistido en tres años de amor adolescente seguidos de cuatro años y medio de guerra, con sus mentiras y su separación, y otros nueve años de «hacer el amor sin pasión» y sacar adelante una familia «sin experimentar más emoción verdadera que la angustia», Betsy no abandona a su hombre.Pone en marcha un plan de mejora familiar. Consigue que Tom se involucre en la política local. Vende la casa que tanto odia y conduce a la familia de su gris exilio a una zona más exclusiva. Se dispone a emprender una arriesgada vida de empresaria a tiempo completo. Y lo que es más importante: Betsy exhorta incesantemente a Tom a que sea sincero. El argumento, así, va alejándose gradualmente del tema «Atractiva pareja con problemas lucha contra el conformismo de los cincuenta» para acercarse a otro: «Hombre devorado por la culpa recibe pasivamente la ayuda de una mujer excelente». En el mundo hay personas tan excelentes como Betsy Rath, sí, pero no resultan personajes excelentes. En un prefacio a su novela, Sloan Wilson se muestra tan efusivo en su agradecimiento a Elise, su propia media naranja («Buena parte de las reflexiones en las que se basa este libro son suyas»), que quizá haya quien se pregunte si la novela no será, en realidad, una especie de carta de amor de Wilson a Elise, un canto a su matrimonio con ella, quién sabe si un intento, incluso, de disipar sus propias dudas acerca de su matrimonio, de tratar de enamorarse. Algo turbio pasa en la parte del libro dedicada a la mujer, sin duda. A pesar de los muchos conflictos que tienen lugar chez Rath, Wilson nunca permite que sus personajes lleguen a acercarse siquiera a la posibilidad de la infelicidad auténtica.
Una de las ideas que más claramente se desprenden de la lectura de El hombre del traje gris es la de que la armonía social depende de la armonía doméstica. Con la brecha que la guerra había abierto entre hombres y mujeres, Estados Unidos había caído enfermo; la guerra envió a millones de hombres al extranjero para que mataran y fueran testigos de la muerte y se acostaran con las chicas del lugar mientras millones de novias y esposas estadounidenses esperaban alegres en casa, alimentaban su esperanza en un final de cuento de hadas y se echaban al hombro el peso de la ignorancia; ahora, sin embargo, sólo la sinceridad y la franqueza pueden reparar el vínculo entre hombres y mujeres y curar una sociedad enferma. Tom llega a esta conclusión: «Yo no puedo cambiar el mundo, pero sí puedo poner mi vida en orden». Quien crea en el amor y la lealtad y la verdad y la justicia, terminará la lectura de El hombre del traje gris con lágrimas en los ojos, como yo. Pero habrá quien, aun mientras el corazón se le enternece, se enfade consigo mismo por sucumbir. Como Frank Capra en sus películas más empalagosas, Wilson te pide que creas que si un hombre demuestra valentía y sinceridad verdaderas, le ofrecerán el trabajo perfecto —al que podrá llegar desde su casa andando—, el promotor inmobiliario no lo estafará, el juez del lugar impartirá una justicia perfecta, el incómodo villano desaparecerá de escena, el magnate de la industria sacará a la luz su dignidad y su espíritu cívico, los electores votarán a favor de una subida de impuestos por el bien de los escolares del lugar, la antigua amante de ultramar sabrá cuál es el lugar que le pertenece y no creará problemas y el matrimonio empapado en Martini se salvará. Puede que esto nos lo creamos y puede que no; con todo, esta novela consigue capturar el espíritu de los cincuenta: el conformismo incómodo, la evasión del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear y la aceptación de los privilegios de clase. En los Rath hay mucha más franela gris de lo que ellos mismos parece creer. Lo que los distingue de sus «aburridos» vecinos, en definitiva, no son sus penas ni sus excentricidades, sino sus virtudes. En las primeras páginas del libro, los Rath coquetean con la ironía y la resistencia, pero en las últimas ya se enriquecen alegremente. Para el confuso Tom Rath del primer capítulo, el sonriente Tom Rath del capítulo 41 sería la imagen de la complacencia, blanco de sus temores y su desprecio. Betsy Rath, por su parte, rechaza enérgicamente la idea de que el malestar de los barrios residenciales pueda tener causas sistémicas. («Hoy en día la gente le da demasiada importancia a las explicaciones —piensa— y demasiado poca al coraje y a la acción.») Si Tom se siente confundido e infeliz, no es porque la guerra traiga la anarquía moral o por el trabajo de su jefe, «con sus comedias, su publicidad y el vocinglero público del plató». Los problemas de Tom son puramente personales, como el activismo de Betsy es estrictamente local y familiar. Las preguntas existenciales más profundas que cuatro años de guerra (o cuatro semanas en los despachos de la United Broadcasting, o cuatro días cuidando a los niños en una aburrida calle de Westport) suscitan quedan
abandonadas, víctimas inevitables, quizá, de la década misma.
El hombre del traje gris es un libro sobre los años cincuenta. Podemos leer la primera mitad de la novela para divertirnos, y la segunda, para vislumbrar la década que se avecina, la de los sesenta. Fueron los años cincuenta, al fin y al cabo, los que les dieron a lossesenta su idealismo. Y su rabia" .
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