VIDA Y MILAGROS DE LA MIERDA.
Publicado por Jhosep Lapidario.
La
mierda nos rodea. No se desliza solamente por nuestros intestinos,
también fluye en gigantescos ríos subterráneos bajo nuestros pies: en
Madrid se generan diariamente unas ochocientas toneladas de excrementos.
A pesar de los esfuerzos por ocultarla y negarla, como si fuera un
pariente pobre del que nos avergonzamos, la mierda aparece de improviso
en las tartas de IKEA, en paseos por el campo o en los museos.
La mierda causa un rechazo que parece instintivo, pero stercus cuique suum bene olet
(la mierda propia huele bien), y a los niños pequeños no les molesta su
excremento. Las heces son el gran igualador que nos recuerda
constantemente nuestra animalidad sea cual sea nuestra condición social:
«de
cagar nadie se escapa / caga el rey, caga el papa / caga el buey, caga
la vaca, / y hasta la señorita más guapa / hace bolitas de caca»… De
nosotros depende aprovechar al máximo nuestros diarios interludios cloacales. Aquí va mi granito de arena (o de mierda): en este texto, titulado con una famosa frase de Barthes, encontrarán una visión histórica, científica, teológica y artística de la caca. Cojan aire antes de continuar.
1. Ahora la ves, ahora no la ves
Incluso el ser humano más espantoso del planeta merece poder limpiarse el culo (Charles Bukowski, Factotum).
Una familia celebra el cumpleaños de su hija con una fiesta al aire libre. De repente, una fétida lluvia de mierda se precipita sobre los invitados
y empapa los toldos. Los posibles culpables de esta bucólica estampa se
reducen a una bandada diarreica de pájaros migratorios o a una fuga
procedente de un avión a baja altitud… Afortunadamente, es infrecuente
que un avión se te cague encima. Cuando ocurre suele ser en forma
congelada, un meteorito coprolítico llamado poéticamente hielo azul.
El color lo adquiere gracias al desinfectante que se mezcla con los
excrementos de los pasajeros, que en teoría permanecen almacenados hasta
el aterrizaje. Sin embargo, averías periódicas producen escapes en
pleno vuelo, haciendo que lluevan grandes fragmentos de heces
congeladas. No tengo constancia de que hayan matado nunca a nadie
(excepto en un capítulo de A dos metros bajo tierra), pero sí han destruido techos provocando surrealistas discusiones con compañías de seguros.
Chapotear en la mierda no parece civilizado: en El malestar en la cultura de Freud se
citan como exigencias de la civilización «limpieza, orden y belleza»,
asimilables al «limpia, fija y da esplendor» de la Real Academia
Española. La importancia y significación simbólica de los mecanismos
para librarse del excremento vertebran la Historia de la mierda de Dominique Laporte (uno de los libros favoritos de Osvaldo Lamborghini,
aunque esa es otra historia y será contada en otra ocasión). Laporte
abre su ensayo con un edicto publicado en 1539 en París («urbe de
mierda, cloacal, oscura») que obligaba a instalar fosas de retrete en
cada casa bajo amenaza de expropiación.
Los romanos tenían mejor resuelto el tema, y la Cloaca Máxima fue un ejemplo de su alto grado de civilización. Además, veían la defecación como una actividad social: cuenta Florian Werner en Materia oscura: historia cultural de la mierda que
en Roma se cagaba en las letrinas públicas en alegre compañía y
agradable conversación. En la Edad Media la excreción estaba
naturalizada (lo crean o no, hay un libro apasionante sobre la «fecopoética de Chaucer»). Fue
en la Edad Moderna cuando empezó a verse la mierda como algo vergonzoso
y tabú por la integración del excremento en la lógica capitalista como
algo improductivo, impropio del Homo economicus.
Otra
cosa son las consideraciones higiénicas. Leamos esta carta de la
duquesa de Orleans a la electriz de Hannover, escrita en Fontainebleau
en 1694: «Sois dichosa de poder cagar cuando queráis, ¡cagad, pues, toda
vuestra mierda de golpe! No ocurre lo mismo aquí, donde estoy obligada a
guardar mi cagallón hasta la noche; no hay retretes en las casas al
lado del bosque y tengo la desgracia de vivir en una de ellas y, por
consiguiente, la molestia de tener que ir a cagar fuera, lo que me
enfada, porque me gusta cagar a mi aire, cuando mi culo no se expone a
nada. Todo el mundo nos ve cagar; pasan por allí hombres, mujeres,
chicas, chicos, clérigos y suizos».
Sucesivos
«asientos estercolarios» nos han ido librando de la necesidad de cagar
ante suizos: remito al lector interesado a las periódicas exposiciones
de retretes que pueden verse en museos de todo pelaje. En 2014 el Museo
Nacional de Ciencia Emergente de Tokio programó una exposición peculiar: ¡¿El lavabo?! Excremento humano y el futuro de la Tierra.
En ella se exploraban los métodos con que se ha dispuesto de las heces
en diversos lugares y épocas: información apasionante, pero que palidece
ante la posibilidad de ponerse un gorro en forma de caca como las de
Arale en Dr. Slump y lanzarse por un váter-tobogán. En Madrid el Museo Nacional de Ciencias Naturales acoge Excreta: una exposición (in)odora, (in)colora e (in)sípida, sin toboganes pero igualmente imprescindible. Y en Italia tenemos el Museo de la Mierda,
que ofrece junto a la perspectiva histórica demostraciones sobre
bioluminiscencia, arte, arquitectura y reciclaje. He aquí un buen ángulo
de investigación: ¿es la mierda un desperdicio inútil o se puede
aprovechar?
2. Mil y un usos de un zurullo
Comerás torta de cebada, habiéndola cocido sobre excrementos humanos (Ezequiel 4:12).
Mi acercamiento al excremento no será especialmente científico: para un enfoque naturalista recomiendo «Anatomía de un pedo»,
ganador del concurso de divulgación científica Jot Down. No está de
más, sin embargo, recordar algunos hechos: en los excrementos
encontramos tres cuartas partes de agua y una cuarta parte de fibra,
grasa, almidones, alimentos sin digerir, residuos, moco, microorganismos
y sustancias como el escatol o el indol, que en bajas concentraciones
desprenden (lo juro) un agradable olor floral.
¿Sirve
para algo todo ello? Por supuesto. El estiércol se ha usado siempre en
la agricultura como fertilizante, ya que contiene nitrógeno y otras
sustancias que ayudan al crecimiento de las plantas, aumentan la
actividad microbial y permiten que la tierra abonada absorba más
nutrientes y agua. Tal vez sea esa la motivación tras la figura catalana
del caganer
en los belenes navideños: un símbolo de fertilidad, prosperidad y
buenas cosechas. Más aberrante parece otra tradición
escatológico-navideña de mi tierra, el caga tió: apalear salvajemente a un tronco disfrazado hasta que cedan sus esfínteres y cague caramelos.
Tradicionalmente el
estiércol de vaca se seca al sol para obtener tortas ideales para
cocinar, proporcionar calefacción, cocer cerámica y ahuyentar a los
mosquitos. Si
mezclamos mierda humana y animal, la exponemos en ausencia de oxígeno a
ciertos microorganismos y limpiamos de impurezas el resultado… Voilà,
obtendremos biometano, un gas altamente energético que podemos inyectar
en la red de gas natural o emplear para generar electricidad o
combustible ecológico. En Oslo cien autobuses funcionan ya con
excremento, y no se pierdan el diseño con que los ingleses han tenido a bien decorar su primer poo-bus. Las plantas industriales de reciclaje viven una edad de oro: vean al mismísimo Bill Gates bebiendo agua extraída de heces, en un proceso que no tiene nada que envidiar a los destiltrajes fremen de Dune.
Es posible emplear la mierda como material de construcción: así lo demuestran proyectos como EcoFaeBrick, desarrollado por un grupo de estudiantes indonesios.
Sus ladrillos de caca son un 20% más ligeros y resistentes que los de
barro, y representan una alternativa en áreas en que madera y arcilla
sean un bien escaso. Por su parte, el grupo ecologista holandés The Poo Project ha obtenido papel a partir de caca de vaca, extremadamente rica en fibra. Y están en estudio sistemas para extraer oro y metales preciosos de los excrementos: se calcula que de la mierda generada por un millón de personas podrían obtenerse metales por valor de trece millones de dólares.
Para
los paleontólogos los coprolitos (excrementos fosilizados) son una
valiosísima fuente de información sobre los dinosaurios y su dieta.
Desgraciadamente se encuentran pocos, un hecho que desconcertó a los
científicos hasta que descubrieron la dieta coprófaga de las cucarachas
del Mesozoico. Pero algunos sobrevivieron a los escarabajos, como este
de más de un metro de longitud (!) subastado en 2014, sin que se sepa qué pobre animal tuvo que expulsar semejante titán de su interior. El coprolito humano más antiguo es una rotunda cagada vikinga de veinte centímetros encontrada en 1972 en York, descrita por el entusiasta científico Andrew Jones
como «más valiosa que las joyas de la corona británica». Del análisis
se ha deducido que el vikingo en cuestión vivió en el siglo IX y comía
carne de cerdo, pan de avena y cebada, frutos secos y arenques. Ah, y
tenía parásitos intestinales. Un poco más y le hacen un retrato robot.
Mi uso favorito del excremento es el médico: los trasplantes de heces o, por
decirlo más finamente, de microbiota fecal. Un procedimiento que se
presta al chiste fácil, pero que resulta eficacísimo al renovar la flora
intestinal ayudando en el tratamiento de la enfermedad de Crohn,
colitis ulcerosas, diarreas persistentes… El método en sí, descrito como «rápido y sencillo»,
incluye mezclar las heces del donante con leche o suero e introducir la
papilla resultante por vía anal o por la nariz a través de una sonda
nasogástrica, aunque se investigan otros métodos de aplicación en
cápsulas.
Cambiar
las bacterias intestinales provoca efectos inesperados. En los
intestinos tenemos una compleja red de neuronas que emplea más de
treinta neurotransmisores y acumula el 90% de la serotonina. Este «segundo cerebro» en compleja relación con las bacterias intestinales puede ser responsable del gut feeling («pensar con las tripas») o del romántico «sentir mariposas en el estómago»… En un experimento terrorífico
se separaron unos ratones en dos grupos: «tranquilos» y «ansiosos». Al
trasplantar heces de un ratón nervioso a uno tranquilo, el ratón
receptor se convertía en ansioso… Y viceversa, una inyección de
excremento de ratón tranquilo convertía al receptor en calmado y seguro
de sí mismo. ¿Depende el estado de ánimo del contenido de nuestros
intestinos? ¿Será el transplante fecal un tratamiento para la ansiedad y la depresión?
3. Hacia una teología de la cagada
La
mierda representa un problema teológico más complejo que el mal. Ya que
Dios concedió libertad a los humanos, podemos aceptar la idea de que Él
no es responsable de nuestros crímenes. La responsabilidad de la
mierda, sin embargo, le corresponde completamente a Dios como creador de
la humanidad (Milan Kundera, La insorportable levedad del ser).
La
innegable existencia de la mierda presentó problemas teológicos a los
primeros cristianos, empezando por esa pregunta que todo crío católico
se ha hecho alguna vez: ¿Cristo cagaba? Una pregunta inocente, pero
cercana al núcleo de la herejía docética y el dualismo gnóstico, que
rechazan los fenómenos materiales ilusorios y corruptos (de los que la
mierda sería su representación máxima) frente al mundo platónico de las
formas perfectas. Una visión que llevó al teólogo Valentín el Gnóstico a afirmar en la Epístola a Agátopo:
«Jesús comió y bebió a su manera, sin excretar la comida. Su poder de
continencia era tan grande que ni siquiera la comida se destruía en él,
ya que no experimentaba corrupción». Pero ¿qué ocurría entonces con los
alimentos que ingería? Recomiendo al respecto este delicioso debate en que se acaba mencionando la regularidad intestinal del Sheldon Cooper de The Big Bang Theory como atributo crístico.
Otra discusión enfrentó en el siglo IX a los monjes Pascasio Radberto y Ratramno de Corbie, que escribieron sendos tratados con el mismo nombre, De corpore et sanguine Domini.
Ambos se acusaron de caer en la herejía estercolaria, la creencia de
que el pan y el vino consagrados en la Eucaristía se digieren, pasan por
los intestinos y acaban convirtiéndose en excremento y orina. Pero, en
fin, ¿qué ocurre con ellos si no? Al fin y al cabo en Mateo 15:17
leemos: «¿No entienden que todo lo que entra por la boca va al vientre,
para después salir del cuerpo?». La doctrina resolvió el dilema afirmando que en algún momento tras la ingestión de la hostia consagrada, el sacramentum tantum
o símbolo sacramental deja de ser perceptible para los sentidos y se
disuelve su divinidad, quizá durante la masticación, quizá al llegar al
estómago. ¡Justo a tiempo!
Al protagonista de La insoportable levedad del ser
le cuesta reconciliar la naturaleza divina con la apestosa existencia
de la mierda. Si Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, ¿tiene
Dios intestinos? Si los tiene, ¿los usa para digerir y, por tanto, come
y defeca? ¿Cómo es la mierda divina? Si la Creación es perfecta, ¿por
qué contiene suciedad? Si el excremento fuera aceptable no haría falta
ocultarlo encerrándose en el lavabo: ¿qué sentido teológico tienen las
cagadas? Esta incomodidad metafísica puede resolverse negando la mierda,
desterrándola de lo aceptable y considerándola no un error (¡Dios no se
equivoca!) sino algo embarazoso e incomprensible, un castigo, una
vergüenza. Para Kundera el ideal estético que abraza esta negación es el
kitsch, lo cursi, «la absoluta negación de la mierda en sentido tanto literal como figurativo».
Un camino para huir del kitsch es reconocer y abrazar la mierda y la suciedad, entenderlas como inseparables de la vida, parte de un mismo ciclo.
¿No usamos estiércol para fertilizar los campos? ¿No es la mierda un
cálido mantillo fertilizante del que puede surgir la vida? Cagar nos
recuerda de dónde venimos: mierda somos y en mierda nos convertiremos, y
de la mierda nos alzaremos de nuevo, renacidos. Esta visión
espiritualmente positiva del excremento debería matizar la percepción de
obras de arte supuestamente blasfemas, como el Piss Christ en orina de Andrés Serrano o The Holy Virgin Mary de Chris Ofili y sus excrementos de elefante. Pero para la relación entre arte y mierda necesitaremos una nueva sección…
4. Una mierda gigante siembra el caos en Suiza
Mi
dulce y sucia pedorrita, (…) compra calzones de puta, amor, y asegúrate
de rociarles las piernas con algún agradable aroma y también de
mancharlas un poquito atrás (James Joyce, carta a Nora Barnacle).
En 1997 el performer colombiano Fernando Pertuz cagó en un plato, untó la mierda en rebanadas de pan y se las comió acompañadas de una copa de orina. Esta performance sacó de quicio a Mario Vargas Llosa, que la puso como ejemplo en La civilización del espectáculo
de lo que estaba enviando literalmente a la mierda el arte
contemporáneo. Sin embargo, es fácil simpatizar con Pertuz al leer su declaración de intenciones:
«Los días siguientes me fue imposible comer porque tenía una sensación
asquerosa en mi boca. Me sentía maltratado, vulnerado, despreciable.
Pero siento que cumplí mi objetivo de reflexionar sobre la vida, que
viéramos por unos minutos lo que es comer mierda y, por un instante,
pensar realmente en este país donde este dicho lo vive a diario, en
carne propia, mucha gente».
Arte y mierda se han hermanado de múltiples maneras. El
mejor texto que he leído sobre escatología artística, que no se limita a
enumerar artistas fecales sino que va más allá proponiendo
clasificaciones y la necesidad de un estudio más profundo, es Hurgando el sustrato: prácticas artísticas escatológicas contemporáneas, de María Moreno Cano. Empezaron
a aparecer artistas excrementicios en los años sesenta, pero es en los
noventa cuando despega un cierto movimiento artístico fecal. Emplear excrementos en una obra de arte
presenta ciertas ventajas para el artista: es un material accesible y
barato, del que uno mismo puede autoabastecerse y que se puede emplear
como pigmento o materia prima. Marc Quinn empleó sus propias heces para esculpir su retrato Shit Head, y su propia sangre coagulada en la serie de esculturas Self: arte salido literalmente de las vísceras. También Gérard Gasiorowski en sus Les jus pintó con los dedos empleando su propio líquido fecal como pigmento. Y es una pena que la historia que pone a Sade a escribir furiosamente con sangre y mierda en las paredes del manicomio de Charenton sea apócrifa, aunque la recreen en Quills.
A veces se persigue una burla de la autocomplacencia y narcisismo de museos, críticos y vanguardias artísticas. En esas coordenadas puede entenderse la famosa Mierda de artista de Piero Manzoni,
una serie de noventa latas que el artista selló en 1961, supuestamente
rellenas con treinta gramos de sus propias heces. «Algo auténticamente
íntimo y personal», en palabras de Manzoni. El precio de venta inicial
de cada lata fue el equivalente a su peso en oro, treinta y
siete dólares, y debía ir fluctuando según subiera y bajara el oro en
los mercados… Aunque no ha sido así: en 2008 se vendió una lata por
ciento treinta y tres mil euros. La mierda es más valiosa que el oro, al
menos esa mierda, esa broma contra el mundo del arte que, como tantas
otras, ha acabado en cierto modo fagocitada.
A veces no se emplea mierda, solamente se representa. En la irónica Flying Shit los autores Gilbert y George
aparecen surfeando zurullos voladores, como Son Goku sobre una
pestilente nube Kinton… A veces el arte imita a la mierda en lugar de a
la vida: Will Delvoye en Cloaca usó una enorme máquina para producir excremento sintético. Y en obras como Heidi, de Mike Kelley y Paul McCarthy, las heces se simulan con jarabe, látex o pintura acrílica. El mismo McCarthy construyó Complex Pile,
una gigantesca escultura hinchable en forma de mierda de perro. Una
súbita ráfaga de viento arrancó la obra de su ubicación en el centro
Paul Klee de Berna, un suceso que generó delirantes titulares. El
zurullo voló casi doscientos metros, derribando un poste eléctrico y
rompiendo la ventana de un invernadero… Mierdazilla, una performance involuntaria.
En happenings y performances
encontramos numerosas referencias fecales, quizá por su naturaleza
confrontacional o subversiva y su tendencia a usar el cuerpo como medio
de expresión. A menudo se juega con las reacciones instintivas del
público: rechazo, angustia o asco como medio para vehicular un mensaje.
Así recuerda Herbert Stumpfl la performance Kunst und Revolution del accionista vienés Günter Brus:
«Con una cuchilla de afeitar se hace cortes en el pecho y en sus
muslos. Orina, bebe sus orines y vomita. Mientras entona el himno
nacional austríaco muestra el proceso de la excreción anal. Se unta el
cuerpo con sus heces. Luego se tumba y empieza a masturbarse». Todo ello
en el salón de actos de una asamblea política de la Universidad de
Viena… Qué aburrida es la política española en comparación.
Otro
arte excrementicio juega con el retorno a la freudiana fase anal de la
infancia, al niño despreocupado que caga cuando quiere y juega con su
mierda antes de que le digan que eso no se hace. Esta represión puede
invertirse simbólicamente mediante la regresión, un proceso en que se
desafían inocentemente el tabú social y la autoridad paterna. En la performance Nostalgic Depiction of the Innocence of Childhood,
Mike Kelley defeca sobre muñecos de peluche y se los restriega
enérgicamente por el ano: no porque quiera degradarlos, sino con el
mismo orgullo y afán experimentador con que un crío muestra la caca de
su orinal. En palabras de Werner en La materia oscura: «quizá soñemos a veces con un paraíso perdido de mierda». Piensen en ello durante su próxima cagada.
Incluso el ser humano más espantoso del planeta merece poder limpiarse el culo (Charles Bukowski, Factotum).
Comentarios