LA TOLERANCIA DEL TODO VALE.



Lun, 04/26/2010

por Dany-Robert Dufour*

Al reiterar incesantemente el célebre gesto de Marcel Duchamp, quien en 1917 expuso un mingitorio bajo el título “Fuente”, sin tomar nota de que ya perdió todo tipo de carga subversiva, el arte contemporáneo ha pasado a fundar su legitimidad en el esnobismo y en el valor mercantil. Conformistas en su individualismo excacerbado, los artistas más mediatizados, debido a su predisposición al escándalo, eclipsan la carrera de artistas más discretos, cuya obra conserva sin embargo una real dimensión liberadora.
El arte contemporáneo es revolucionario; por lo tanto, quienes no lo aprecian son, o bien francamente reaccionarios, o bien reaccionarios que lo ignoran, es decir, neo-reaccionarios. Estas etiquetas se colocan hoy sistemáticamente sobre todos aquellos que aún osan reflexionar ante ciertas obras y prácticas del arte contemporáneo. No resulta para nada asombroso que la mayor parte del tiempo uno prefiera guardarse sus reservas, antes que exponerse a ser acusado de populista, incompetente o estúpido. ¿Prefiere usted ser reaccionario o revolucionario? ¿Estar del lado de la modernidad o del academicismo? Este procedimiento, que clausura todo debate antes de comenzar, posee una notable eficacia, cuyos resortes y objetivos merecen sin duda dilucidarse: pues si bien se difunde tanto en cierto tipo de discurso sobre el arte como en cierto tipo de arte indisociable de ese discurso, también opera, de manera más amplia, en el vasto dominio de la retórica política. El campo artístico que aquí se analiza sirve pues como “modelo”, destinado a iluminar sus motivaciones.

Manipulación publicitaria
Para analizar su funcionamiento, puede ser útil tomar como ejemplo el enunciado fundacional del pensamiento liberal, propuesto por Bernard de Mandeville en la famosa Fábula de las Abejas (1704): “Los vicios privados (el egoísmo, la codicia…) hacen la prosperidad pública”. Dicho de otro modo: “Lo que se considera vicio, es en realidad virtud”. O mejor aún: “Si uno se atiene al sentido literal, es vicio, pero si se lo considera en el segundo sentido, es virtud”. Este discurso no es moralizante, sino perverso –en el sentido clínico del término–, en la medida en que hace del problema (la violencia a menudo devastadora de las pasiones y pulsiones derivadas de ese amor por uno mismo que se denomina egoísmo), la solución. Doblemente perverso incluso, dado que embrolla toda referencia al reivindicar la posibilidad de decir cualquier cosa y su contrario: el vicio es virtud, el blanco es negro… Esta retórica actúa pues como una máquina de destrucción de toda argumentación crítica, basada por el contrario en la distinción entre lo verdadero y lo falso.
Para alcanzar este segundo sentido, alcanza con que quien hable exhiba lo que nadie debe exhibir: de esa manera se entrega a la provocación, es decir, según la etimología, a un llamado, que puede sonar a desafío. A través de la provocación, llamo al otro a seguirme, desafiándolo a atreverse a hacerlo. Provocar es entonces saber que se dice… lo que no se debe decir. Pero como uno sabe muy bien que no debería, no sólo no se lo pueden reprochar, sino que sobre todo, eleva al otro a su nivel, delimita un lugar en el que están entre pares, un círculo restringido de espíritus superiores, desinhibidos, en el que todo puede decirse, contrariamente al espacio público, marcado por múltiples inhibiciones.
La función de esta astucia retórica es, por lo tanto, comprometer al interlocutor suscitando su interés y su participación (financiera), para luego conquistar su connivencia: “Usted entiende lo que quiero decir…” Aunque en realidad no entienda, tiene todo interés en responder afirmativamente, so pena de quedar excluido de los que saben y ponerse de esta manera en la posición del imbécil que no merece ingresar al cenáculo de los iniciados.
Este arte de la manipulación, característico de la publicidad, se aplica hoy también en el arte contemporáneo, cuando éste se convierte en un lugar en el que se persiguen todos los medios posibles de comprometer al espectador: interés, participación financiera, connivencia.
Los ejemplos abundan. Basta pensar en las obras de los artistas más renombrados de nuestra época. Desde el belga Jan Fabre, que recientemente presentó en el Louvre una selección de diversas excreciones del propio maestro, hasta Jeff Koons, nuestro Mickey-ángel, famoso por sus diversos caniches gigantes, la vieja y querida receta compromiso-connivencia despliega sin cansancio en el arte posmoderno la estrategia debidamente pagadora del “segundo sentido”: 1) provocación sin tabúes; 2) que no produce ningún otro significado; 3) de donde deriva el ruido mediático que desencadenará 4) una interesante espiral especulativa.
Nihilismo obsceno
Ya en 1996, en un artículo tanto más valiente cuanto que su autor era a menudo invocado, en ese entonces, por los defensores de ese arte “del segundo sentido”, Jean Baudrillard desmontó esta astucia: “Toda esa mediocridad pretende sublimarse pasando al nivel segundo e irónico del arte. Pero eso es tan nulo e insignificante en el nivel segundo como en el primero. El pasaje al nivel estético no salva nada, todo lo contrario: es una mediocridad a la segunda potencia. Se propone ser nulo. Dice ‘¡soy nulo!’ –y es realmente nulo” (1).
Baudrillard veía en esa nulidad al cuadrado un verdadero desperdicio de la negatividad que conlleva el arte. Esencial, esa negatividad es resultado de su capacidad de despojarse de las certezas más firmemente ancladas, con el único fin de reiniciar la pequisa del sentido, es decir, la búsqueda de nuevos sentidos. El arte no se reduce a un discurso, a un mensaje; dice lo que aún no sabemos, hace visible lo que aún no había sido registrado, agrega al mundo conocido.
Ahora bien, en el arte contemporáneo oficial esta búsqueda de lo revolucionario se halla actualmente reducida a la simple innovación, esa característica de la producción capitalista, exigida en toda lógica por la necesidad de crear nuevos deseos. De allí deriva una confusión mayor entre la simple innovación y la búsqueda de sentido, de la que es víctima el arte contemporáneo. Ello podría expresarse en una ley: cuanto más poderoso sea el mercado del arte, más tenderán a imponerse las condiciones generales del mercado a la producción artística. El arte contemporáneo se limitará entonces a producir lo imprevisto, inesperado ciertamente, pero desprovisto de todo significado potencial.
El arte verdaderamente revolucionario, que descompone el mundo para recomponerlo mejor, abre a una risa saludable, muy precisamente liberadora. El arte contemporáneo ríe con una risa muy distinta, esa risa nihilista que afirma que se burla a más no poder de todo valor axiológico y que no hay nada que buscar: el arte no existe más que por el poder del momento que lo reconoce como tal, y eso es todo.
Este arte “narcínico”, a la vez narcisista y cínico, es difícil de desenmascarar, porque se asienta en una premisa “hiperdemocratista” muy en boga: sería imposible distinguir un objeto realmente artístico de un objeto cualquiera, porque para ello habría que introducir una jerarquía. Pero toda jerarquía impone valores, lo que equivale a mostrar una inclinación más o menos confesa por el orden, y todo orden es potencialmente portador de totalitarismo: banalidades dignas de charlas de café, se agita entonces el espectro del fascismo o del estalinismo, en el plano político, mientras que en el campo filosófico, la amenaza provendría del criticismo heredado de Kant.
El acto “crítico” separa el principio de lo verdadero y el de la ilusión, lo que efectivamente supone siempre un “tribunal de la razón” (2). Por lo tanto, para evitar el tribunal, el Terror y otras dictaduras, se rechaza toda jerarquía crítica, lo que permite conferir a un montón de excrementos la dignidad del objeto artístico, en la medida en que tiene supuestamente tanto valor como cualquier otro –o incluso más, dado que, al haber renunciado a la re-presentación, que implica un corte tajante entre lo que es “presentado” y la realidad, este arte contemporáneo pone en primer plano, sin distanciamiento simbólico, la pulsión provocadora –la del artista– o aquella por la cual ha sido investido como objeto de arte, función propia de los coleccionistas, entre los cuales François Pinault es, sin duda, uno de los más emblemáticos (3).
La creación irónica del artista belga Wim Delvoye, titulada Cloaca (2000) presenta un tubo digestivo humano impecablemente funcional, y que efectivamente funciona, controlado por computadoras: el producto de las digestiones, embalado al vacío y marcado con un logo que remeda a los de Ford y Coca-Cola, se vende a 735 euros la unidad. Es la más bella metáfora de este sistema.

Se ve de qué manera la retórica perversa conduce a la obscenidad: se afirma que se puede, y se debe poder convertir todo en objeto vendible. Si exhibir lo que uno no mostraría, lo que sólo la pulsión justifica, produce arte y produce dinero, cada uno es entonces libre de actuar en función de una interiorización individual de la ley del mercado, ésa que se basa en la demanda de satisfacción de las pulsiones, y sólo se preocupa por el goce, directo, reivindicado, exhibido, teniendo muy en claro que existen otros goces aparte del sexual. Esto es lo que se juega en el arte en un régimen ultraliberal.
Esta tolerancia del arte contemporáneo hacia el “todo vale” no es anodina. Puesto que es en el mismísimo nombre de la libertad de expresión que las propuestas más intolerables deberán ser toleradas, cómo no ver que ese ultra-democratismo es, en el plano político, precisamente lo que puede conducir directamente a la tiranía –desde La República de Platón se sabe que esta conversión es posible–.
Elogio de la alienación
Se asiste así a una sacralización del acto farsante, largamente justificada en referencia al gesto que Marcel Duchamp realizó al exponer, en 1917, el primer ready made: un orinal común rebautizado Fuente. Pero la diferencia salta a la vista. En ese momento, el acto de Duchamp era altamente subversivo porque cuestionaba todo: el estatuto del objeto industrial, el de la creación, el arte en Estados Unidos (4), el sexo de los objetos, la función de una exposición, etc. Los numerosos artistas que lo reivindicaron, a partir de los años 60, se contentaron con reproducir ese gesto, en una duplicación vacía de todo desafío: hemos ingresado en la era del “como si”, que no podía conducir más que a la “commédie” (5) de la subversión (esta palabra es del novelista y ensayista Philipe Muray).
La mencionada “commédie” concierne también al espectáculo viviente. Cuando en el Festival de Aviñón de 2009, Jan Fabre presenta La orgía de la tolerancia, se exhiben masturbación y orgasmos, con una seriedad grotesca desprovista de toda sonrisa rabelaisiana. El espectáculo se muestra así, como lo que es: simplemente pornográfico, apoyado en el recurso al segundo sentido cómplice, que permite todas las ambigüedades. El escenario clásico también se desinhibe. La Armida que se presentó en el Komische Opera de Berlín, en junio de 2009, ¡reunía al compositor Christoph Willibad Gluck (6) con Sade! El libreto de Philippe Quinault daba lugar a una escenografía y a juegos de actores, la mayoría de las veces desnudos, dignos de La filosofía en el tocador. El director, Calixto Bieito, no dudó de hecho en trasmitir los potentes pensamientos que lo inspiraron: “La moderación mata al espíritu”, “la ira y el odio pueden ser una fuerza motivadora útil”, “el animalismo es perfectamente sano”, “uno sólo puede comprender a alguien de su propio sexo”.
Este ayuda-memoria sadeano devaluado, con el que cada vez más seguido se abordan hoy las obras clásicas, se reivindica, por supuesto, subversivo: ésa es su única legitimidad. Pero esta subversión no consiste más que en afirmar el principio liberal fundamental: no existe más realidad que la del individuo; todo conjunto social sólo es el resultado de la acción de los individuos; en definitiva, los hombres siempre apuntan, en sus intercambios, a la maximización de sus ganancias. Es decir, el alter ego ya no se entiende como la condición para la realización de cada uno, sino como un riesgo de impedimento permanente. Arte y civilización del “todo para el ego”, que reivindica sordamente que no hay límites para el derecho individual. Linda subversión que busca confundir la alienación misma y la liberación.
Esto no quiere decir que no sigan existiendo verdaderos artistas, que trabajan aspiraciones distintas al apetito de omnipotencia caro al capitalismo; entre los pintores, de Bram van Velde a Goran Music, de Jean Dubuffet a Paul Reyberolle, para hablar sólo de los más viejos, pero tambien en el teatro, con Michel Schweizer, por ejemplo, que en Bleib, se apoya en la relación del perro-lobo con su amo para explorar irónicamente la ferocidad del mundo actual, o también Pierre Meunier, que en Sexamor explora lo que circula entre el hombre y la mujer. Con extrañas y delicadas máquinas, lejos de las tribunas oficiales, todos son capaces de metaforizar y hacer pensar sobre lo humano: lo que constituye la función del arte auténticamente liberador, del juego del imaginario y de la mirada crítica. ♦
REFERENCIAS
(1) Jean Baudrillard, “Le complot de l’art”, Liberátion, París, 20-5-96.
(2) Véase Aude de Kerros, “Art moderne, art contemporain: l’impossible ‘débat’”, Le Débat, París, N° 150, mayo de 2008.
(3) Ex presidente del grupo Pinault-Printemps-Redoute, tercera fortuna francesa en 2010 según Forbes y gran aficionado al arte contemporáneo.
(4) Beatrice Wood, amiga de Duchamp, escribió que “las únicas obras de arte que dio Estados Unidos son sus cañerías y sus puentes”; Ver “Marcel”, en Rudolf E. Kuenzli y Francis M. Naumann, Marcel Duchamp: Artist of the Century, MIT Press, Cambridge, 1990.
(5) Juego de palabras, basado en la semejanza fonética en el francés de la expresión “como si” y la palabra “comedia”.
(6) Compositor alemán (1714-1787) que procuró introducir lo natural y la verdad dramática en la ópera.

*Filósofo (Universidad de París VIII, Colegio Internacional de Filosofía); ha publicado recientemente La Cité perverse, Denoël, París, 2009.


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