HISTORIA DE LA SARNA

La historia del descubrimiento de la etiología de la escabiosis es fascinante y, a la vez, motivo de controversia.


Actualmente no tenemos duda de que la sarna es una dermatosis contagiosa, producida por un ácaro blanquecino, semiesférico, poseedor de 4 pares de patas, cuya morfología es muy parecida a la de otras variedades productoras de las sarnas animales: Sarcoptes scabiei var hominis. La sarna humana se diagnostica por un síntoma (el prurito) y por una lesión (el túnel o galería) que son característicos. Sarcoptes scabiei hominis (del griego sárx, carne, y kopto, yo corto) es el diminuto y voraz animalejo que se dedica a excavar galerías en la piel del ser humano afectado.

Hay que dejar claro que Sarcoptes scabiei no es un insecto. Los insectos tienen 6 patas, antenas y un cuerpo dividido en 3 partes, y la implantación de miembros es torácica, mientras el ácaro de la sarna tiene una cabeza, un cuerpo con forma de tortuga y apéndices que le son útiles para sobrevivir.

Aunque se cuenta con buenas descripciones del animal desde finales del siglo XVII, coincidiendo con el descubrimiento del microscopio, su existencia no fue ampliamente aceptada hasta 1834. En el medio rural se conocía desde tiempos remotos (por las mujeres pobres corsas; los médicos de Livorno, Italia; los antiguos indios del Orinoco; los campesinos asturianos, etc.)1.

El término sarna tiene una etimología algo oscura.

Así, los griegos la llamaron psora (de pso, yo froto); los latinos, scabies (de scabere, rascar), término conservado por los anglosajones; los alemanes, Krätze; los franceses, gale, etcétera.

Aunque durante siglos su existencia se atribuyó a una naturaleza humoral, fue conocida probablemente por Aristóteles (384-322 a.C.), que utilizó el término akari, para designar al «ácaro mordedor de la madera». Se ha aludido a la escabiosis en múltiples ocasiones a lo largo

de la historia, y la menciona en un manuscrito en árabe el médico Abu el Hasan Ahmed el Tabari, que vivió alrededor del año 970 en Tabaristán

En la Edad Media, a menudo las mujeres eran expertasen hierbas medicinales y primeros auxilios, pero no les estaba permitida la práctica de la medicina fuera de casa, labor que solamente podían desarrollar varones doctores y cirujanos. Sin embargo, como excepción debemos hacer alusión a la, probablemente, primera mujer en contacto con la dermatología, en el siglo XII: santa Hildegard von Bingen (1098-1179) (abadesa y fundadora del monasterio benedictino de Ruperstberg en Bingen (Baviera), que hizo descripciones acerca de la sarna en su libro Physica, incluyendo el tratamiento con azufre, con lo que contribuyó notablemente al avance en el futuro de la medicina moderna3.

En el mismo siglo, el médico árabe sevillano Avenzoar (1092-1161) (fig. 2), en su libro Taisir elmedaouat oua eltedbir habla del souab, o sarna, y menciona que de la piel de los afectados suele salir un animalillo que apenas se puede ver a simple vista. Ignorando si se trata de ácaro

o piojo4, atribuye la enfermedad a alteraciones humorales.

El filósofo Joseph Scaliger, en 1580, menciona al ácaro o cirón, pequeñísima especie de piojo que vive bajo la piel y que excava túneles. En el mismo siglo, el cirujano militar autodidacta Ambroise Paré describe: «Unos animalillos que excavan vías sinuosas bajo la piel, se arrastran,

reptan bajo la cutícula y la roen poco a poco, sobre todo en la zona de las manos, produciendo un molestísimo picor». Sin embargo, increíblemente no lo relaciona

con la enfermedad.

El rumbo de la historia cambió con Francis Bacon (1561-1626), filósofo inglés introductor del empirismo, doctrina filosófica que se desarrolló en Gran Bretaña en parte del siglo XVII y en el XVIII, que consideraba que la razón por sí misma no tenía fundamento, mientras que son válidos los conocimientos adquiridos mediante la experimentación, y toma las ciencias naturales como el tipo ideal de ciencia, ya que se basan en hechos observables; para ello, la invención del microscopio por el comerciante holandés Antony van Leeuwnhoek a finales del siglo XVII fue determinante en la evolución de la etiología de la sarna. En 1634, en Londres, Thomas Mouffet

describe en su Teatro de los insectos (Insectorum sive inimorum animalium theatrum) que el ácaro es diferente del piojo y que se puede encontrar en la piel distante de las pústulas. August Hauptmann en 1657, en Leipzig y posteriormente Ettmüller en 1682 utilizaron los primeros microscopios para hacer dibujos, todavía imperfectos, del ácaro.

Una etapa importantísima en la historia de la sarna se produjo precisamente a raíz del empirismo como ciencia en la figura de Cosimo Giovanni Bonomo (1666- 1696), médico naval nacido en Livorno (Italia), y con Diacinto Cestoni, farmaceútico o seudónimo del médico

italiano5. El primero escribió una carta al poeta naturalista Francesco Redi, fechada en Livorno el 17 de julio de 16876. Este documento es de vital importancia en la historia del parásito Bonomo, familiarizado con la práctica común de sus colegas de Livorno, «que con una aguja solían extraer el ácaro de la piel de los sarnosos y lo aplastaban con las uñas», escribió un estupendo tratado sobre la sarna, en el cual se puede leer una descripción bastante aceptable de la enfermedad y del agente patógeno. El descubrimiento de Sarcoptes scabiei se dio a conocer en un pequeño libro escrito por Francesco Redi, titulado Osservazioni intorno a pellicelli

del corpo umano7 (En este tratado, Redi explica las investigaciones hechas por Bonomo, que aparece como único autor y con la figura de Cestoni como colaborador. Probablemente, entre 1685 y 1687, en el Balneario de Livorno, estudiaron la morfología y fisiología de Sarcoptes scabiei, para explicar su naturaleza contagiosa, como lo demuestran los dibujos hechos por Bonomo del parásito y sus huevos, tras haberlos observado en el microscopio. En su libro dice lo siguiente: «Con la punta de una aguja, hemos tenido la oportunidad de extraer y observar al microscopio un pequeño glóbulo apenas visible, vivito y coleando, que se parece a una tortuga blanca con un poco de negro en el dorso, largos pelos, 6 patas y una cabeza puntiaguda terminada en 2 cuernos».

Bonomo determinó acertadamente que el parásito excavaba túneles, se arrastraba bajo la piel, ponía huevos y persistía 2 o 3 días en la ropa. Erró el número de patas (el ácaro tiene 8, no 6) y el lugar donde se debe buscar el bicho (Bonomo dice que en las vesículas o las pústulas,

algo que es incorrecto, como sabemos en la actualidad).

Así pues, Bonomo, en colaboración con Cestoni, fue el descubridor del agente etiológico de la sarna, y demostró por primera vez que un organismo microscópico podía ser el causante de una enfermedad, y el iniciador de una nueva era dentro de la historia de la medicina8.

Desgraciadamente, las observaciones de Bonomo no convencieron a casi nadie. Muchos pensaban que el ácaro de la sarna era una fábula y, de hecho, hasta bien entrado el siglo XIX, los médicos continuaron creyendo que la enfermedad era producida por «humores melancólicos

» o «sangre corrupta».

Durante el transcurso del siglo XVIII hubo poco progreso al respecto. Algunos zoólogos defensores de la teoría de Bonomo, como el sueco Linneo (1734), Schwiebe (1722) y Geoffroy (1764), prácticamente no aportaron nada nuevo.

Anne Charles Lorry (1762-1783), en su Tractatus de morbis cutaneis, publicado en 1777 en latín, señala que «ninguna persona ha visto jamás los insectos de Bonomo y la presencia eventual de pequeños animales en la piel no es suficiente para explicar la sarna [...]».

Sin embargo, las aportaciones en 1778 de Carl de Geer, discípulo de Linneo, fueron importantes para el futuro.

De Geer tuvo el mérito de proponer que no se debía confundir el ácaro del queso (muy conocido y de cuya existencia nadie dudaba) con el misterioso ácaro de la sarna humana.

Y llegamos al inicio del siglo XIX, cuando grandes dermatólogos, como Alibert, Biett y Willan, creen en la etiología parasitaria de la escabiosis e intentan emular los métodos de Bonomo en la búsqueda del enigmático bichejo, sin resultados.

En 1812, Jean-Chrysanthe Galès, jóven discípulo del barón Alibert y posteriormente farmaceútico jefe del hospital de Saint Louis, solicitó a su maestro, cuando estaba

a punto de terminar sus estudios, un tema para su tesis doctoral y el sabio le propuso la sarna. Algunas semanas más tarde de iniciar el tema, Galès afirmó haber hallado al parásito en las vesículas y pústulas de los enfermos.

Era el 26 de mayo de 1812, en plena época napoleónica, cuando el ilustre emperador presentaba la enfermedad además de otras dermatosis9. Alibert organizó reuniones para festejar el descubrimiento. El aventajado alumno se prestó a extraer repetidamente y con gran destreza el animalejo ante médicos y estudiantes de medicina, lo que le valió la ovación de una comisión de la Academia de Medicina presidida por Latreille, que le reconoció oficialmente como el descubridor de la etiología de la escabiosis. Galès embolsó suculentas cantidades de dinero por ello. El 21 de agosto del 1812 leyó su tesis doctoral Ensayo sobre la sarna10. ¿Por fin un final

feliz a esta rocambolesca historia? Ni mucho menos. Un año después, «el gran descubridor» del bichejo seguía siendo el único capaz de encontrarlo en Italia, Reino Unido y Francia, donde el resto de los médicos lo buscaban insistentemente sin resultado, por lo que se empezó a hablar de fraude. Se sospechaba que Galès había «disfrazado» el ácaro del queso, haciéndolo pasar

por el ácaro de la sarna. La lucha aumentaba y Cuvier, afamado naturalista francés, se decidió a intervenir y, conocedor de los dibujos de Carl de Geer y al apreciar el gran parecido con el ácaro del queso, llegó a una sorprendente conclusión: no existe uno, sino 2 tipos distintos de ácaro de la sarna. La incredulidad se apoderó de los sabios de aquella sociedad.

Uno de los detractores del ácaro, Mouronval, decía: «Me pasé las vacaciones, mi tiempo libre y mis horas de ocio rodeado de una multitud de sarnosos, examinando muestras al microscopio, pero sorprendentemente, el insecto seguía sin aparecer», y muy enfadado afirmó: «El ácaro de la sarna del que se lleva hablando desde hace 150 años, del que se han hecho representaciones imaginarias copiadas unas de las otras, nunca basadas en el animal, ¡ya que no existe!».

Alibert buscó insistentemente el parásito según el método utilizado por Galès, pero no lo consiguió. Tampoco llegaron a nada grandes dermatólogos, como Biett, Lugol y Rayer en Francia, Bateman y Willan en Reino Unido o Galeotti y Chiarugi en Italia. A pesar de todo, el barón Alibert tenía confianza en su alumno y siguió reproduciendo durante 15 años sus dibujos sobre el ácaro.

No hubo nada de nuevo hasta 1829. Galès seguía en paradero desconocido y las dudas sobre su descubrimiento se iban acumulando. Rayer consideraba que la existencia del ácaro era quimérica. Cazenave (1828), alumno y sucesor de Biett en el hospital de Saint-Louis,

se mostró enérgico: «Es necesario que Galès vuelva al Saint Louis, si es que está tan dotado para detectar las vesículas infectadas. Hasta que el señor Galès no lo demuestre creemos estar autorizados a afirmar que el ácaro no existe». Galès hizo oídos sordos, y no regresó nunca

más. La polémica estaba servida y creció hasta alcanzar límites insospechados. François-Vincent Raspail, autodidacta, libre pensador, socialista, un poco anarquista pero uno de los científicos más brillantes del siglo XIX, inventor de la teoría celular y gran conocedor

del microscopio, estaba interesado en Sarcoptes scabiei.

Hizo sus propias investigaciones, que fueron todas negativas.

Posteriormente comparó los dibujos de Galès con los de De Geer y terminó con una sola convicción: «Galès es un falsificador… Galès nos ha mostrado falsamente el ácaro del queso para adquirir falsamente la gloria y nuestro dinero». Raspail encontró en Lugol —jefe de servicio del Saint-Louis en 1820— un aliado de gran talla, e incluso éste último ofreció un premio de 300 francos a cualquier estudiante que fuera capaz de demostrar la existencia del parásito.

Alhonse Devergie (1798-1879), jefe de servicio del Saint-Louis durante 24 años y creador del museo de moldes del hospital, se sintió estafado y el propio Alibert, el más importante defensor del ácaro, empezó a dudar de su realidad.

Hizo falta esperar 5 años más para que el enigma del ácaro se solucionara definitivamente. Para ello, de nuevo el profesor Alibert fue abordado por un joven estudiante de medicina. Su nombre Simon François Renucci, nacido en Córcega, licenciado en letras por la Academia de París y estudiante de medicina del Hôtel Dieu. En 1834, Renucci no podía dar crédito ante el estado

tan lamentable de los conocimientos sobre la sarna.

El joven corso había visto con frecuencia a las campesinas corsas extraer el ácaro y él mismo había practicado la extracción en múltiples ocasiones. Renucci sabía perfectamente que no se debía buscar el parásito en las vesículas de los enfermos —cosa que hacían todos los

científicos—, sino en el interior de los túneles o surcos, y se decidió a sacar del error a sus eminentes colegas.

Renucci era un fiel seguidor de las enseñanzas de Alibert, por lo que fue a hablar con su maestro y le aseguró el éxito sobre sus investigaciones respecto al parásito.

El sabio anuló las vacaciones de verano y el 13 de agosto fue el día del milagro, en que practicó su experiencia en una joven con numerosas vesículas en las manos sin

ningún tratamiento previo. Realizó la extracción con la ayuda de una aguja y cada uno de los presentes pudo ver muy bien el ácaro a simple vista; posteriormente repitió

la operación varias veces. Alibert envió el hallazgo a la Facultad de Medicina, que se incluyó y publicó el 16 de agosto en la Gaceta de Hospitales de París, aunque fue recibido con incredulidad por la comunidad científica, y un nuevo ofrecimiento de recompensa por

parte de Lugol.

Y llegó el día grande. El 25 de agosto de 1834, a las 10 de la mañana de un día soleado, el estudiante corso, delante de un nutrido grupo de sabios entre los que se encontraban Sabatier, Pinel, Emery, Lugol, Raspail y el propio Alibert y una numerosa concurrencia que abarrotaba

la clínica del doctor Edouard Emery en el Hospital Saint Louis (fig. 5), extrajo el parásito de la piel de varios enfermos de sarna para observarlo posteriormente en el microscopio. Emery reprodujo la experiencia con facilidad. Raspail constató la similitud con los dibujos descritos por De Geer. Lugol reconoció su derrota. Renucci había ganado el premio. Desde entonces no se ha vuelto a cuestionar la existencia del ácaro. Renucci publicó su descubrimiento en su tesis inaugural el 6 de abril de 1835. La historia nunca dijo si Renucci recibió los 300 francos de recompensa que ofreció Lugol. Probablemente no. Desde ese momento nunca más se supo

del descubridor de la sarna.

La historia de la sarna no termina aquí. Los prejuicios y el reconocimiento de su hallazgo se alargaron hasta finales del siglo XIX. Para ello debemos trasladarnos hasta la escuela vienesa con Ferdinand von Hebra12,13 a la cabeza. Realmente, no podemos decir que Sarcoptes scabiei

var hominis sea algo espectacular. Estadísticamente, de 1700 a 1945, con la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la sarna alternó entre el tercero y el quinto lugar en la lista de las afecciones dermatológicas más comunes.

Los enfermos de sarna ocupaban la mayoría de las camas de hospitalización en el hospital

Saint-Louis de París: de 1804 a 1814, 700 camas, de los casi 900 enfermos internados, estaban destinadas a los sarnosos

El microscopio se inventó en el siglo XVII, por lo que sorprende que no se hiciese una descripción exacta del ácaro hasta finales del siglo XVIII y aún más que su validez

no fuese definitivamente reconocida hasta bien entrado el siglo XIX. No se trataba de un animal que se encontrase en un lugar recóndito imposible de detectar. Se hallaba delante de los científicos de la época que durante más de un siglo negaron tozudamente su existencia



http://www.elsevier.es/sites/default/files/elsevier/pdf/21/21v19n10a13069155pdf001.pdf

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